martes, 30 de marzo de 2010

Triduo Santo (lunes, martes, miércoles)

La semana santa arranca, ya en domingo de ramos, con los cánticos del Siervo sufriente. Son poemas teológicos que hablan a media luz, como toda poesía, y tienen un delicioso sabor a misterio. Le toca al tercero abrir el juego: las imágenes comprometen el físico, se trata de ponerle el cuerpo a la pascua, de tomar en serio la encarnación-redención.


"El Señor me ha dado lengua... me ha abierto el oído... no me hice atrás... ofrecí mis espaldas a los que golpeaban, mis mejillas a los que arrancaban mi barba, mi rostro a los que me escupían..." (Is 50).

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El lunes nos habla de la complacencia de Dios en ese siervo manso, que no grita. Apenas se lo escucha porque no se afirma en el rigor sino que vive de la misericordia. "Caña quebrada no partirá, mecha mortecina no apagará". Qué extraordinaria metáfora de la delicadeza de Dios y de su motivación: ¿Acaso quiero la muerte del pecador y no que se convierta de su conducta y viva? (Ez 18,23).


El evangelio corresponde a Juan (Jn 12,1-11) y nos sitúa en un contexto de intimidad. La aldea de Betania, la casa de Lázaro, la mesa de sus amigos. Lo que se nos quiere decir es que el registro de la semana santa es la amistad. Sólo desde esta clave lograremos entrar en el misterio. Marta que sirve y María que exterioriza toda su devoción en un gesto audaz, típicamente profético. Tomó un perfume de nardo puro, muy caro -aclara el evangelista, y ungió los pies del Señor. Es la desproporción del amor que no encuentra acogida, sino más bien desprecio, en los ojos calculadores del mundo. Éstos son días de derroche, días para dar libre curso a un amor largamente callado. La unción, lo sabemos, es la institución del rey; aunque también la sepultura. Esta vez la unción viene de abajo, del pueblo, de una mujer que en su silencio hace presentes a los que no tienen voz (y sin embargo, aclaman a Cristo en sus verbos mutilados). La unción de los que no cuentan, de los anawim, los pobres del Señor. Que no ungen la cabeza porque no se atreven a tanto. Pero que ungen los pies porque saben lidiar con lo bajo y no le temen al polvo... ni al del camino ni al de la precariedad humana. "Recuerda que eres polvo, y al polvo volverás".

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El martes se retoma el motivo de la cena y la figura de Lázaro. El clima es más íntimo, ahora son los Doce, y el drama gana en tensión. Más allá de lo coyuntural del papel de Judas, Juan desliza una frase que es toda una pista. "Y entonces, tras el bocado, Satanás entró en él". No estamos (solamente) ante la trastada de un discípulo a su maestro. Juan, como de costumbre, nos eleva hasta ver el hecho en toda su dimensión. Hay un combate mayor en juego. Porque hay potencias que exceden lo humano. Y se apunta, con una cierta nota de obviedad, que cuando Judas salió a hacer lo suyo "era de noche". La hora de las tinieblas, la avanzada del mal. En este contexto también asistimos al anuncio de la negación de Pedro. De este modo, con el pescador demasiado seguro de sí mismo, entramos todos. Por acción u omisión, todos participamos en el misterio de la cruz; y, aunque nos repugne admitirlo, le hacemos el juego al Adversario.

La liturgia parece no dar puntada sin hilo. El segundo cántico (Is 49) describe la noche del Servidor que experimenta su fracaso: "inútilmente he gastado mi fuerza". Pero en medio de la frustración se erige la convicción de la misión: llamado, recordado, plasmado desde el seno materno por Dios. En medio de la oscuridad de la amarga traición sigue firme la antigua promesa: "Luz de las naciones" (Is 49,7). "La luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la vencieron" (Jn 1,5).

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Miércoles. Por tercera vez la Iglesia muestra a Judas en el marco de una comida. La idea es ahondar en este "misterio de iniquidad", que no es más que el reverso del misterio de caridad. La sobriedad del relato de Mateo en torno a la traición de Judas es típicamente evangélica. No hay lugar para el morbo. El hecho se describe sin más: fue e hizo tal cosa. No hay detalles ni explicación que satisfaga. "Era ladrón", había dicho Juan. Pero no nos alcanza. Es lo que puede el corazón torcido del hombre -cualquier hombre. "Treinta monedas de plata" fue el precio asignado. Exactamente lo que valía un esclavo (Ex 21,32). ¿Podía ser de otra manera? El himno de Filipenses resume así la encarnación: "tomando condición de esclavo" (2,7). Vendido como un esclavo -¡no más!-, muerto como un criminal.

Entre Juan y Mateo hay una llamativa coincidencia. Ambos subrayan el hecho de que Judas se sirve de la misma fuente que Jesús. Compartían la intimidad de la mesa, la común fragilidad humana y el alimento que sostiene la vida. Todo eso, en semita, crea lazos de sangre. Y en ese contexto sagrado, reforzado por la pascua ritual, llega la estocada. Ese bocado de Satán no soprende, nos retrotrae a la triste tarde en que otro bocado dio paso a la muerte. ¡Ay, pecado de nuestros padres todavía latente y agazapado! ¡Ay, bocado de comunión que se desdice a sí mismo para engendrar lo peor! "Quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propia condena" (1 Co 11,29). Sabemos que las cosas pueden ser de otra manera. Empezamos el triduo pascual en la penumbra de la traición y con el presentimiento de lo peor. Pero tenemos una certeza: "Yo he vencido" (Jn 16, 33). "Y al vencedor (al que venza conmigo) le daré de comer del árbol de la vida" (Ap 2,7).

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