miércoles, 17 de noviembre de 2010

3º aniversario de ordenación sacerdotal

2007 – 17 de noviembre – 2010

Siempre es bueno confrontar la propia vida con la Palabra de Dios. Ahora que ya pasaron tres años de mi ordenación sacerdotal, quisiera compartir con ustedes algunas reflexiones. Comienzo con tres imágenes bíblicas.

La primera viene del libro del Génesis (15,1ss) y forma parte de una escena clave para nuestra historia de fe ya que nos presenta la alianza que Dios establece con Abraham. Allí, a los efectos de sellar la alianza, Dios le manda a Abraham que tome algunos animales de tres años y que los parta en dos según la costumbre contractual de la época. Me gusta pensar que mi sacerdocio es ese animal de tres años, ofrecido como testimonio de la alianza, de la unión inquebrantable, entre Dios y los hombres. Me gusta pensar que a través de mi vida se hace realidad el misterio de la alianza nueva y eterna que día tras día se hace presente en el altar. Y esos animales de tres años, partidos al medio, me recuerdan que soy yo quien tiene que partirse, de la misma manera que Jesús se deja partir por mis manos vacilantes y pecadoras en cada Misa. Todavía más. El relato dice que una vez expuestas las ofrendas “bajaron las aves de rapiña” para devorarlas. Pero Abraham, entrado en años, las espantó. Hoy pido que no falten en mi vida los viejos sabios y aguerridos que custodien mi sacerdocio, no sólo como algo propio sino como signo de la alianza que hace bien a todo el pueblo de Dios.

La segunda imagen sale de la carta a los Gálatas (1,18). San Pablo, que se siente elegido desde el vientre materno y que vive su apostolado como una gracia inmerecida, nos cuenta que después de tres años de intensa misión subió a Jerusalén para entrevistarse con Pedro. Así como Pablo sintió la necesidad de confrontar su doctrina, yo también quiero poner mi ministerio al servicio de la Iglesia. Quiero que ella me confirme y me corrija, porque no quisiera hacer nada fuera de su comunión de Madre. Eso sería, como dijo san Pablo, “correr en vano” (Ga 2,2).

La tercera imagen es del Evangelio según san Lucas (13,7-9). Cuenta Jesús, en una de sus parábolas, que había una higuera que no daba frutos. Pasados los tres años el dueño se fastidió y quiso cortarla. Pero el viñador intercedió pidiendo un plazo de gracia y prometiendo ocuparse especialmente de aquella planta. Sé que a pesar de todo el bien que Dios hace a través mío, en muchos aspectos puedo identificarme con esa higuera estéril que ocupa terreno inútilmente. Por eso, qué consolador es descansar en la misericordia de Jesús, que sigue apostando y se compromete con esperanza a trabajarnos interiormente hasta sacar lo mejor de uno mismo.


Pero un sacerdote no se entiende sino con sus fieles a los que trata de servir. Y como todo padre de familia siente una peculiar alegría al reunir a sus hijos en torno a la mesa. Nunca se es más sacerdote que celebrando la eucaristía. Porque el cura no celebra para sí sino para Dios y los suyos. Su misión es tender y ser él mismo un puente. En la misa convergen las historias particulares para hacerse una sola ofrenda, aunque de tono diverso: súplica y arrepentimiento, alabanza y acción de gracias, frustración e impotencia…

En la primera lectura, el libro del Apocalipsis nos hablaba de una liturgia celestial (4,1ss). Uno podría pensar que es una descripción del más allá, y eso sería correcto. Pero también es verdad que esa liturgia se vive anticipadamente en la Iglesia; y de modo especial en la misa. ¿Es la comunidad, y el cura como pastor, esa “puerta abierta” del Apocalipsis que deja ver la gloria de Dios? ¿Es nuestra vida una alabanza que prolonga con entusiasmo y gestos bien concretos el canto al tres veces Santo?

Termino con una última imagen. En la liturgia del Apocalipsis, que es la nuestra, aparecen “24 Ancianos” con túnicas blancas y coronas de oro. Estos ancianos, literalmente presbíteros, rodean el Trono de Dios. Es sin duda un privilegio de cercanía pero que se corresponde con una profunda actitud de servicio. Ese servicio consiste en que los presbíteros son los primeros en postrarse para adorar a Dios mientras dejan sus coronas a los pies del gran Trono. Sea esa, ¡quiera Dios!, una imagen elocuente de mi ministerio. Señor: que todos los sacerdotes del mundo podamos vivir deponiendo honores y arrodillándonos sin demora ante ti. Porque sólo “Tú eres digno de recibir la gloria, el honor y el poder”, por los siglos de los siglos. Amén.

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