domingo, 7 de noviembre de 2010

El cristiano y la angustia

Algún lector versado en teología contemporánea habrá reconocido en el título de estas líneas la referencia al libro homónimo del genial Han Urs Von Balthasar. Hace ya bastante que lo leí. Sin embargo, me queda el recuerdo de una gran intuición: la angustia no viene de fuera sino de dentro. Cotidianamente lo constato. En los que me abren su conciencia, en los que sin abrirla no la pueden ocultar y en mí mismo, es así.

Renuncio por tiempo, espacio, fuerzas y -sobre todo- dominio del tema, a una reflexión prolija y exhaustiva. Me limito a enunciar un problema y brindar dos o tres claves.

La angustia es un estado existencial inherente al ser humano. Negarlo es el primer error. ¿Cómo se define? ¿Cómo se lo desenmascara? La angustia es ese malestar que no tiene una causa definida sino que justamente emerge de lo más recóndito del alma. No se sabe de dónde vino pero allí está. Siempre me pareció muy gráfica la etimología: angustus, un angostaminento existencial. La estrechez como asfixia e inadecuación. La vocación a algo superador que no se recibe... y entonces la consiguiente frustración. Una dinámica infinito-finito pero mal resuelta. Y ahí está el hijo de Adán. Desconcertado. Luchando contra esos sentimientos confusos.

La angustia es, en cierto modo, la revancha del límite ignorado. Nuestra época, tan propensa a la transgresión, tan soberbia en sus aspiraciónes detesta el límite. Como se dice ahora, lo ningunea. Y la angustia inexorable devuelve la pelota.
Junto a la angustia personal existen otras angustias circundantes - las de los otros- que también nos lastiman. También a ellas tratamos de acallar. Y también ellas crecen en la medida en que las esquivamos. Juego macabro, lógica perversa; cuanto más la evitamos más nos tortura.

El cristiano sabe que el pecado es eso: renegar de Dios y querer suplantarlo. La tan vapuleada doctrina del pecado original muestra aquí toda su verdad. Nacemos heridos por esa vivencia trunca del límite. No sólo el límite sino su vivencia frustrada. Esto que se halla inscripto en nuestra genética psico-somática se reedita a cada paso mediante innumerables opciones erradas. Volvemos a apostar por el exceso que es la contracara de la evasión. No en vano los antiguos entendían la falta capital como hybris o desmesura.

Para decirlo de nuevo y fácil; la angustia es insatisfacción, pero esa que viene muy de dentro. El fenómeno ya aludido de la evasión, si bien se limita a dilatar la toma de conciencia agrava la situación. Esa no toma de conciencia es peligrosa porque la vida se escurre y la enfermedad avanza (haciendo estragos).

Quizás me surgió todo esto al reflexionar sobre la muerte, al visitar un hospital, al ver cómo un amigo no pudo contener su dolor, al sentir cómo rebotaba en mí la angustia camuflada de un tercero... La vida tiene sus vueltas porque el corazón humano las tiene. Pero peor es "blanquear el sepulcro", diría Jesús.

El evangelio es la Buena Noticia de que el límite, la pequeñez, incluso el pecado, pueden ¡y han! de vivirse en paz. Para entrar en el reino de los cielos (para ser grande) hay que hacerse pequeño. Porque, como dijo Pablo, cuando soy débil entonces soy fuerte (2 Co 12,10). La plenitud y la satisfacción están en el abandono y en la aceptación de sí [otro tremendo librito, de R. Guardini]. Al ver a un recién nacido todo se aclara: ¿era así de fácil? Si pudiéramos vivir así, sobrios y sencillos, despreocupados y desacomplejados, recibiéndolo todo y dando nada, o casi, porque nos sabríamos valiosos y dignos por el simple hecho de existir. Pero somos grandes y mañosos, muy heridos y escépticos de nuestra bondad: ¡Ven Señor Jesús!


Señor, mi corazón no es ambicioso
ni mis ojos altaneros.
No pretendo grandezas
que superan mi capacidad
sino que acallo y modero mis deseos
como un niño en brazos de su madre.

Espere Israel en el Señor
ahora y por siempre.

Sal 130

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