domingo, 8 de mayo de 2016

Ascensión 2016

En esta Solemnidad de la Ascensión celebramos la subida de Jesús a los cielos. Como bien dijera santo Tomás (siglo XIII), no es una cuestión espacial.[1] Jesús entra definitivamente en la gloria y ya no se aparece a los suyos como en los últimos cuarenta días. El tiempo de la asimilación de la resurrección llega a su fin. 

La ascensión es separación. Hay un corte. Algo se rompe. Tanto los discípulos como Jesús experimentan el término de sus relaciones tal como las venían manteniendo. En definitiva se trata de aceptar el límite de toda vida humana aquí en la tierra. Somos peregrinos. Es verdad que ya no es el corte violento de la cruz, pero sigue siendo un corte. Por eso esta fiesta invita a contemplar mi hora y la hora de todos aquellos a quienes quiero mucho. Querer mucho no siempre significa querer bien. Llegará el día en que tengamos que decir A-Dios. ¿Cómo ensayo esa despedida?

                             “¿Quién nos dirá de quién, en esta casa,
                            sin saberlo, nos hemos despedido?
                                        (…)
                            Para siempre cerraste alguna puerta
                            y hay un espejo que te aguarda en vano”.
                                                                         J. L. Borges, Límites


Lucas nos dice que los discípulos se postraron en señal de adoración, y que una vez consumada la partida se llenaron de alegría y alababan al Señor (Lc 24,52-53). Supieron entrar en el designio del Padre. Renunciaron al capricho, al ánimo posesivo, y se entregaron a su voluntad. ¡Feliz el que deja ir cuando llega el momento!

La ascensión implica a su vez la inminencia del Espíritu Santo (Lc 24,49). Los discípulos no saben bien de qué se trata ni cómo ha de venir. Ciertamente han escuchado al Maestro en diversas oportunidades, pero de momento no entienden demasiado. Se les pide que “permanezcan” en Jerusalén y ellos obedecen. El Espíritu se hace presente en la docilidad, no en la rebeldía. Permanecer en Jerusalén significa permanecer fieles a la promesa aún en medio de la incógnita.


Por último, la Carta a los Hebreos presenta la ascensión como el ingreso de Cristo Sacerdote en el Santuario celestial. Es la Casa del Padre, no un Templo erigido por mano humana. Y el Hijo vuelve no para estar ocioso sino para interceder por sus hermanos (Hb 9,24). El cielo no es distancia sino una comunión distinta, acaso más intensa. De ese servicio, de esa liturgia celeste participamos en la Iglesia, al modo sacramental: hasta que vuelvas. Se fue pero volverá. De hecho, ya está viniendo. Permanezcamos en Jerusalén a la espera del Pentecostés definitivo, del día que nadie conoce (Mc 13,32), el de la consumación de la historia, cuando Cristo venga a buscarnos y Dios sea, al fin, “todo en todos” (1 Co 15,28).




[1] Cf. STh III 57,2 ad2: Así como el descenso no debe entender como movimiento espacial (secundum motum localem), sino como anonadamiento; lo mismo vale para la ascensión.

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