domingo, 5 de junio de 2016

Embarrar la marcha

En la edición del sábado 4 de junio de 2016, el diario La Nación informa en su portada sobre la marcha ♯NiUnaMenos. Ofrece para ello una foto que luego no se encuentra en internet. En ella se ven jóvenes con diversos carteles. El de un varón dice: “Separación de la Iglesia y el Estado”. Da que pensar.

Es una lástima que un motivo tan serio como la violencia hacia la mujer quede manchado con leyendas totalmente ajenas. No sólo es un signo de inmadurez cívica sino que revela una gran confusión. Y sabemos que la mezcolanza es un caldo peligroso. Cierto que ese cartel no respondía a la gran mayoría de los manifestantes. Pero tampoco era un caso aislado. “Fulana de nadie” o “Mi cuerpo es mío” son frases elípticas pensadas para otras discusiones. Fenómeno de ob-cecación. El fanatismo no discierne sino que arremete sin más. Hay algo cansador, por no decir impertinente, en el repiqueteo torpe de la militancia abortista, lo mismo que en el de cierto laicismo furioso.


Por lo demás, cabe estudiar mejor las cosas. Porque es gracias al cristianismo que Occidente conoce la distinción entre Iglesia y Estado, entre el orden religioso y el político. “Den al César lo que es del César y a Dios lo que es Dios” (Mt 22,21). Y, contrario a lo que se cree, ni siquiera la Edad Media olvidó ese principio. Por eso, en lo que respecta a ciertos temas, es preferible marchar menos y dialogar más. Inicio el ejercicio recomendando el finísimo y exhaustivo estudio de Remi Brague: “La ley de Dios. Historia filosófica de una alianza”.


“Ello muestra que la escuela de la democracia moderna y de sus procedimientos electorales no fue Atenas, donde todo reposaba en el sorteo, sino la Iglesia medieval. La fábula convencional según la cual el Estado moderno habría nacido de una secularización olvida, como escribe un autor contemporáneo, «la determinación estrictamente teológica de la nueva figura del Estado absoluto: la absolutización […] pasa necesaria y prioritariamente por una re-sacralización del Estado» (Courtine). No hay ninguna reivindicación de «laicidad» por parte del poder temporal. Todo lo contrario; esa reivindicación le es sugerida por la Iglesia como algo que recae sobre el ámbito del propio estado, aquel en el que puede cumplirse su tarea de mantener la «paz»” (Brague, La ley de Dios, 2011, 189).

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