domingo, 18 de junio de 2017

Corpus Christi 2017

Dt 8, 2-3. 14b-16ª - Sal 147 - 1 Co 10, 16-18 – Jn 6,51-58


La eucaristía es un misterio muy grande, un misterio con muchas aristas. La fiesta de hoy nos invita a acercarnos a ella poniendo especial énfasis en la presencia. Jesús se ha quedado con nosotros en las formas humildes de pan y vino.[1]

La primera lectura insiste en la necesidad de evangelizar la memoria: acuérdate y no olvides al Señor. En tiempos de prueba y aflicción, de hambre y desierto, de serpientes y escorpiones, Dios estuvo ahí, haciéndose sentir con su mano poderosa y providente (cf. Dt 8,2-16). El maná permanece en la conciencia de Israel como el alimento inesperado que hizo posible el camino a la libertad. Camino arduo pero feliz.

También nosotros tenemos nuestro desierto. Hoy experimentamos la aridez de un mundo falto de horizontes, demasiado estrecho, mayormente consumido por el aquí y el ahora, deliberadamente ciego y sordo a las insinuaciones del Padre. En medio de estas pruebas Jesús se nos ofrece como don totalmente gratuito. Él es el nuevo maná, el pan vivo bajado del cielo, “no como el que comieron sus padres y murieron” (Jn 6,58). Pan de los peregrinos que marchan con destino cierto de eternidad. Él está presente de muchas maneras pero hay una muy especial: la eucarística. En el sacramento del pan Jesús se hace alimento en sentido literal-carnal llevando hasta el extremo el realismo de su entrega por nosotros. “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré el último día. Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí, y yo en él” (Jn 6,54-56).

“En Cristo el grande se hizo pequeño”.[2] La fiesta del Corpus quiere reavivar nuestra gratitud y nuestra admiración por un amor tan audaz. Quizás ayude recordar qué significa propiamente “maná”. La Biblia cuenta que cuando los israelitas encontraron por primera vez este extraño alimento –una costra granulada, fina como la escarcha–, se preguntaron: “¿Qué es esto?” (Ex 16,15). Los siglos pasan pero el asombro sigue intacto. ¿Qué es esto? ¿Quién es este? La eucaristía es una provocación, un escándalo que divide las aguas. Por eso, porque conocemos nuestra debilidad, en esta fiesta rezamos para ser contados entre aquellos que alegran el corazón de Jesús. “Te alabo Padre, Señor, del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños” (Mt 11,25).

Una de las tentaciones de Israel fue despreciar el maná por su insignificancia. También nosotros nos vemos tentados de olvidar a Jesús eucaristía por su pobreza y su silencio. La oración colecta de la misa nos hace pedir el don de “venerar” debidamente estos “sagrados misterios”. Esta veneración se realiza de muchos modos. Ciertamente comulgando –bien dispuestos– pero no sólo. Por lo pronto, reconocer la presencia real de Jesús en la eucaristía mueve a que toda la misa sea vivida de un modo nuevo, como liturgia celeste que abre sus puertas a la precariedad de nuestros sentidos. En el antes y el después de la consagración se hace patente cuánto entendemos, o no, de esta gracia inaudita. Y luego la adoración. Llegarnos a Jesús que tan delicadamente espera por nosotros en el sagrario: horas, días y años. Celebrar la fiesta de Corpus es renovar el compromiso de visitar a Jesús escondido en el Belén de cada templo, en esa casita del pan cuya lámpara arde discreta pero fiel, como signo elocuente del corazón amigo que aguarda sin reproches. Finalmente, la genuflexión. Hagamos el propósito, de ahora en más, de doblar la rodilla en serio, sin prisa, de manera sentida, como quien expresa con su cuerpo la rendición de toda una vida.


“Glorifica al Señor Jerusalén” (Sal 147,12). En esta fiesta la Iglesia canta bien fuerte su tesoro. Lo canta sin vergüenza porque es consciente de que el don se vive sin complejo. Y de que la fuerza reconciliadora de la eucaristía debe llegar a todos los rincones de la ciudad. Dios se hace pan en Jesús y cada uno sabrá cómo nutrirse de él. Sí, Dios nos “sacia con lo mejor del trigo” (Sal 147,14), ese trigo que primero ha caído y muerto para resurgir como espiga colmada de vida eterna.[3] Sí, “glorifícalo cuanto puedas, porque él está sobre todo elogio y nunca lo glorificarás bastante”.[4]

           Te quedaste conciso,
           te escondiste concreto,
           nada para el sentido,
           todo para el misterio.[5]



[1] Cf, Lc 24,29.
[2] Documento conclusivo de Aparecida 393.
[3] Cf. Jn 12,24
[4] Secuencia de Corpus Christi, Lauda Sion Salvatorem.
[5] Himno “Aquella noche santa”, escrito por el franciscano mexicano Jerónimo Verduzco (1924-1996). Aparece en el Oficio de lecturas de la Liturgia de las Horas en español.

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