domingo, 11 de junio de 2017

Trinidad Santa, un solo Dios

Ciclo A

El domingo pasado celebramos Pentecostés, la venida del Espíritu Santo. Esa llegada significa la culminación del misterio pascual y de la revelación ofrecida en Cristo Jesús. Pero no se trata sólo de una presencia nueva sino de una dinámica nueva. El Espíritu despierta y hace posible una comprensión más profunda del misterio de Dios. Ya Jesús lo había dicho a sus discípulos: El Espíritu de verdad los guiará a la verdad total, plena, la verdad sin más (Jn 16,13). En efecto, ¿quién conoce lo íntimo de Dios sino su Santo Espíritu? (cf. 1 Co 2,10-11).

Las lecturas de hoy resaltan el hecho de que Dios es amor. La cuestión es descifrar qué se entiende por amor. Recorrer las Escrituras es dejarse cautivar por una progresión amorosa que nos lleva siempre más allá hasta rayar el escándalo. Israel en el AT y la Iglesia en el NT, ambos experimentan el consuelo y la exigencia de un Señor que invita a superar los propios criterios a fin de plegarse a los suyos. Destaquemos algo de esta gracia que nos resulta tremenda y fascinante.


El amor genuino quiere darse a conocer. Es como una necesidad. En este marco de prodigalidad hay que situar la revelación de la Trinidad, misterio inaccesible al hombre que, no obstante, Dios le ha querido compartir. Dios no mide, no regatea, sino que se muestra tal cual es, sin costuras. ¡Qué lección! Nosotros que guardamos tan celosamente nuestras riquezas interiores, nuestras pobres riquezas, ¿no deberíamos aprender de esta transparencia divina que se da por entero sin especular? "Los llamo amigos porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre" (Jn 15,15).

El misterio de la Trinidad es el de la unidad en la distinción. Tres personas, un solo Dios. Tres amantes, un solo amor. Dios es uno y diverso. Uno pero no solitario; sino comunión, familia, si se permite la analogía (de algún modo hay que hablar). Quizás hemos experimentado alguna vez, humanamente,  algo remotamente parecido: somos distintos, es verdad, pero en cierto sentido somos uno. El amor es una fuerza unitiva, decía el Areopagita. La de Dios es una unidad sin confusión, que no diluye singularidades sino que las potencia. El Padre, el Hijo y el Espíritu son tres versiones, tres rostros (prósopa) del mismo amor. 


El Padre es amor fontal, origen, manantial, amor que se brinda, que se ofrece hasta el extremo, incluso hasta el sacrificio del Hijo Unigénito, del fruto precioso de las entrañas. Locura de amor que provee, que se entrega al colmo de lo indecible, al colmo de pronunciar enteramente la Palabra que sustenta toda palabra, quedándose por eso "como mudo" (S. Juan de la Cruz). El Hijo es amor receptivo que se deja regalar, es mano que se abre sin complejos y mejilla que se deja acariciar. Es el amor que baja la guardia, que se deja bañar, vestir y alimentar; amor que se deja colmar, no a regañadientes sino haciendo fiesta, porque sabe que él mismo es ocasión para que otro salga de sí. El Espíritu es amor de comunión que enlaza amantes, es vínculo, nexo y sello. Está en el medio sin estorbar, discretísimo, haciendo de puente, como abrazo infinito y entrañable. Como dijera alguna vez Guillermo de S. Thierry, el Espíritu es el beso entre el Padre y el Hijo.[1]

Este misterio tiene implicancias bien concretas. Por una parte, que las tres personas divinas reciban una misma adoración y gloria significa que no se es más por dar ni menos por recibir. La dignidad no está en el orden, en el lugar que se ocupa, sino en la intensidad del amor. Por otra parte, conocer la Trinidad es acceder al revés de la trama; lo que Greene llamaría the heart of the matter. Todo lo creado ha salido del Dios Trinidad y lleva su huella. De hecho, el hombre es el más perfecto de los "vestigios trinitarios". Ser imagen y semejanza significa estar llamados a replicar en nuestras relaciones el estilo trinitario de la "gracia multiforme" (1 Pe 4,10), donde la variedad es riqueza y no problema, donde el rasgo personalísimo de cada cual no resiente la cohesión sino que la afianza. Parafraseando a Agustín decimos: noverim te, noverim me - te conoceré, me conoceré.[2]


El Dios Trinidad, el Dios que es un "nosotros", ha querido ser además -de un modo completamente libre- Dios "con nosotros". Se ha dignado honrarnos con su amistad que es alianza, nos ha hecho suyos incorporándonos como miembros de una gran familia: hijos en el Hijo para llegar a decir, por obra del Espíritu, Abbá. Pero este Dios que se ha hecho carne en la persona del Hijo sigue siendo el incomensurable, el tres veces santo ante el cual sólo cabe adoración (Ex 34,8). La fiesta de hoy es un canto, no una clase. Es la celebración de aquello que nos excede siendo a la vez lo más íntimo. Desde el bautismo vivimos arropados por el calor trinitario. El camino no es otro que el de la fe: humilde, sencilla y audaz. Que en cada señal de la cruz podamos renovar nuestra consagración trinitaria y experimentar la bendición de un amor que "supera todo lo que podemos pensar" (Flp 4,7).
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[1] Guillermo de S. Thierry, Carta de oro, 263.
[2] San Agustín dice: noverim me, noverim te: “me conoceré, te conoceré”; Soliloquios II,1,1.

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