sábado, 16 de abril de 2022

Vigilia Pascual 2022


Luego de su entrada triunfal en Jerusalén, Jesús dijo a la multitud: “Cuando Yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,32). Y así es. Todos nosotros hemos venido a celebrar la pascua atraídos por Jesús. Hemos respondido a su llamada de amor. Hemos creído que Él es el agua viva que calma nuestra sed. Hemos visto que Él es la luz del mundo.

 

Empezamos la Misa a oscuras, evocando de ese modo la sensación de vacío que tantas veces experimentamos en el alma. En la tiniebla nos sentimos raros, incómodos, inseguros; no sólo vulnerables sino perdidos, como tragados por la noche que desconoce la belleza de los rostros. Eso mismo es el pecado: caminar hacia la nada, hacia la despersonalización; hundirnos en el anonimato, en la masa, que no sabe de nombres sino sólo de números. La Buena Noticia de Jesús es que Él eligió libremente transitar ese abismo de maldad por nosotros. Por amor. Para exorcizar nuestros temores. El misterio de esta noche queda resumido en esta certeza del salmista: “Las tinieblas, no son tinieblas ante Ti: la noche es luminosa como el día” (Sal 139,12).

 

En la última cena Jesús lavó los pies de los discípulos, anticipando simbólicamente su pascua, que es esencialmente un acto de amor, una muestra de la misericordia infinita de Dios (Jn 13,1-17). El despojo de sus vestiduras fue en realidad un signo de otro despojo mayor, el de la propia vida que iba a entregar por nosotros. Pero no todo fue dejar la mesa, agacharse, arremangarse y servir como un esclavo. Cuando terminó se puso de pie, tomó sus vestiduras y se sentó nuevamente a la mesa para ocupar su lugar de Maestro y Señor. Con ese gesto anunció proféticamente su resurrección. Ya antes les había dicho: “Nadie me quita la vida: Yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla” (Jn 10,18). 

 

En esta noche santa, la más santa de todas, celebramos la vuelta de Cristo a la vida. La muerte no pudo con Él. Por eso está acá, entre nosotros, invitándonos a su mesa, que es el banquete de la eucaristía. Creer es comulgar con Cristo, y comulgar es tener parte en la vida de Dios. Una vida que no se esconde ni se retacea, sino que se entrega sin reservas, generosamente, escandalosamente. “Hagan esto en memoria mía” significa: derrámense por amor, lávense los pies unos a otros, perdónense setenta veces siete. Pero no desde ustedes, lo cual sería imposible, sino desde mí, que “he venido para que tengan vida y la tengan abundancia” (Jn 10,10). 

 

El Evangelio nos cuenta que las mujeres fueron al sepulcro bien temprano, anticipándose a la luz del sol (Lc 24,1ss). Todo en ellas habla de un amor tan fuerte como delicado: siguieron a Jesús desde Galilea hasta Jerusalén, lo acompañaron en su pasión sin avergonzarse, registraron dónde había sido puesto el cuerpo, prepararon los perfumes, resistieron el sábado y madrugaron el domingo. Y sin embargo, al llegar, la piedra estaba corrida. Por más que madruguemos, Jesús se nos anticipa, nos madruga, desbarata nuestros proyectos, aunque sean nobles, porque quiere ofrecernos algo mejor. ¿Somos capaces de entrar en su novedad? ¿Estamos dispuestos a aceptar que la realidad no es como la imaginábamos? La pascua no sólo trata de la muerte y resurrección corporal de Jesús, sino de la imagen de Mesías que cada uno de nosotros tiene. En esta noche celebramos que Dios es siempre más grande de lo que pensamos. Y eso es bueno, aunque a veces resulte difícil de digerir. 

 

La situación no es nada de fácil. Ellas quedan desconcertadas. Jesús no está en el sepulcro, pero tampoco se les aparece. Igual que nosotros, también ellas tienen que confiar en el anuncio que se les hace. “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado”. Hagamos una pausa. ¿Cuáles son esos sepulcros que frecuentamos, buscando plenitud donde no la hay? ¿Tenemos el coraje de buscar al Cristo vivo, que nos desinstala sin tregua? Jesús no tiene otra agenda que la del Padre. Y a eso mismo nos invita. Pero los ángeles dicen algo más: “Recuerden lo que Él les decía… Es necesario que el Hijo del Hombre sea entregado en manos de los pecadores, que sea crucificado y que resucite al tercer día”. Y lo creemos firmemente: era justo y necesario, era conveniente, era bueno, era bello que pasara todo eso: que fuera entregado, que muriera y que resucitara.

 

 
               Tryptique du Christ en gloire entouré des anges de l'Eucharistie, Natalya Satsyk, photo © Aude Guillet

Celebramos la pascua completa: viernes, sábado y domingo. Era necesario que uno de nosotros pudiera amar sin echarse atrás. Sin excusas ni atenuantes. Que fuera tragado por la muerte, como un nuevo Jonás, para vencerla desde dentro. Para ser campeón, hay que ganar en todas las canchas. Por eso Jesús descendió a lo más bajo de la condición humana. Llevó en su corazón toda la maldad de la historia, todos los crímenes y las aberraciones. Todo eso que nos escandaliza, nos avergüenza y nos abruma, no sólo lo miró de frente sino que lo asumió como propio. Y lo blanqueó con su sangre. No tengamos duda: el triunfo de la vida es en el fondo el triunfo de la inocencia.

 

¿Pero cómo? ¿Cómo pudo vencer? Es que Jesús no murió como un desesperado, sino como un Hijo. Murió rezando, y así transformó el zarpazo de la muerte en un abrazo de la Vida. “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46). Según san Lucas, estas fueron sus últimas palabras. En ellas reside el secreto de la resurrección, el secreto de nuestra felicidad. Confiarnos al Padre, abandonarnos en Él, esa es nuestra vocación última, nuestra identidad más profunda. La fiesta de esta noche, el bautismo de esta noche, es volver a la Casa del Padre como hijos en el Hijo, pasando de la oscuridad a la luz, de la muerte a la vida, del odio al amor, de la mentira a la verdad, de la esclavitud a la libertad, del rencor al perdón, de la dureza a la compasión, de la soledad a la comunión, de la tristeza a la alegría, de la angustia a la paz. 

 

¡Demos gracias al Señor, 

porque es bueno, 

porque es eterno su amor!

 

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