jueves, 6 de abril de 2023

Misa de la Cena del Señor 2023


Celebrar la Pascua es contemplar lo más hondo del misterio de Jesús. Iremos entrando de a poco, paso a paso, de la mano de la Iglesia, que conoce como nadie los tesoros de la fe cristiana. En este primer momento ella nos invita a sentarnos a la mesa de la última cena. La sala es grande y está arreglada con almohadones. Los discípulos saben que las autoridades quieren matar a Jesús. Él mismo había dicho, en más de una oportunidad, que debía morir y resucitar. Pero ninguno termina de entender qué significa eso. 

 

“Si el grano de trigo que cae en tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto. El que tiene apego a su vida la perderá; y el que no está apegado a su vida en este mundo la conservará para la vida eterna” (Jn 12,24-25).

 

Ha llegado la hora de pasar de este mundo al Padre. Esa hora coincide con la pascua judía, que celebra el fin de la esclavitud. Pero una cosa es la libertad política y otra cosa es la libertad espiritual. ¿Quién puede negarlo? ¿Quién no sufre la contradicción en su propia alma? Como dice san Pablo: “no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero” (Rm 7,19). Jesús nos libera de la peor esclavitud, que es el pecado, o sea la incapacidad de amar bien. Pasar al Padre es volver a casa, donde siempre nos reciben con los brazos abiertos; es reencontrarnos con nuestra identidad más profunda: la de hijos de Dios. 

 

En la última cena Jesús ofrece la clave de lectura de su pascua. La muerte no es algo que se le impone desde fuera, sino algo que él asume desde dentro, con plena conciencia. Es un paso dado en libertad, un servicio que nace del amor. Entonces, para enseñarnos eso, realiza un gesto fuerte que invita a repensar el sentido de la autoridad. Jesús, que es Maestro y Señor, se abaja al punto de asumir la tarea de un esclavo. Enorme paradoja: el hombre libre se vuelve esclavo para que los esclavos lleguemos a ser libres. “Amor saca amor”, dice santa Teresa de Jesús. La escena cuesta un poco: por un lado, nos conmueve su ternura, su humildad, su magnanimidad; por otro lado, nos duele verlo encorvado, lidiando con nuestros olores y nuestros callos, limpiándonos el barro de las calles inmundas que transitamos en las noches de tormenta. Él no dice nada. No le hace falta. Primero lava nuestros pies llagados, después los seca y finalmente los besa. Es entonces cuando un santo temor nos atraviesa. Pedro no se contiene. Le parece demasiado y protesta. Pero Jesús lo ubica en un instante: “Si yo no te lavo, no podrás compartir mi suerte” (Jn 13,8.) 

 

El lavado es un signo de la gracia, un signo del Espíritu Santo que restablece la comunión perdida; ante todo en el Bautismo, pero también en cada perdón. Dejemos de lado nuestro orgullo y reconozcamos todos que necesitamos de Jesús. Y si Él se abajó, también nosotros tenemos que hacer lo mismo. Cuánta gente necesita ser mirada más allá de lo que hace o tiene. Cuánta gente necesita un oído atento, una palabra sincera, una mano amiga. Cuánta gente necesita tiempo de calidad en un mundo que corre sin saber para qué. Y todo eso sin exigir nada a cambio, sino porque sí, porque Dios nos amó primero. La gloria es amar hasta el fin, hasta el extremo. “El que pierda su vida por mí la encontrará” (Mt 16,25).

 

El lavado de los pies no podía quedar reservado al círculo de los primeros discípulos. Ni tampoco el misterio de la muerte y resurrección cifrado en ese lavado. Por eso Jesús instituye la eucaristía, para que todos podamos hacer experiencia del amor que sana. En el sacramento del pan y el vino queda perpetuada la entrega única y definitiva que redime la historia universal. En cada Misa Jesús lava mis pies y mis manos, mi boca, mis ojos, mis oídos… Me lava entero con su sangre de cordero inmaculado. Y así cambia el rojo de mi vergüenza por el blanco de la inocencia. Cada vez que comemos el cuerpo de Cristo proclamamos la muerte de Jesús, que no es el triste final de un individuo sino el origen luminoso de la nueva familia humana. Cada vez que comemos el cuerpo de Cristo, comulgamos con su Amén al Padre, ese Hágase incondicional que vence el egoísmo y el miedo con la confianza del Niño más niño de todos.

 

Demos gracias al Padre, que por el Espíritu hace presente sobre el altar a Jesús, el Hijo amado, el Sacerdote que se ofrece por nosotros y con nosotros. Demos gracias porque en Él hemos conocido el amor. No el amor mezquino que sólo busca el propio interés, sino el amor generoso que todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera y todo lo soporta. Cuando comemos Su carne, inmolada por nosotros, somos fortalecidos; cuando bebemos Su sangre, derramada por nosotros, somos purificados. Celebrar la Misa es honrar la entrega de Jesús; y comprometernos a seguir sus pasos. Con esta alegría hacemos nuestras las palabras del salmista: “¿Con qué pagaré al Señor todo el bien que me hizo? Alzaré la copa de la salvación en invocaré el Nombre del Señor” (Sal 116, 12).

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