domingo, 31 de marzo de 2024

Vigilia Pascual 2024

 La tercera es la vencida, dice el refrán. Y aquí estamos reunidos, congregados por tercera vez, respondiendo al llamado de nuestra Madre, la Iglesia. Primero fue la intimidad de la cena, con el don de la Eucaristía y el lavado de los pies. Luego vino la crueldad de la pasión y la muerte en Cruz. Pero hoy celebramos la victoria más grande que se pueda imaginar. Celebramos la Resurrección de Jesús. Digámoslo una vez más: hacemos memoria viva de estos acontecimientos. La liturgia católica no consiste en ritos vacíos. Lo nuestro no es una función trasnochada, simpática pero en el fondo patética. En cada celebración se actualiza el Misterio, se lo re-presenta en sentido literal. Sí: la salvación se hace presente aquí y ahora. En la liturgia, por la fe, somos contemporáneos a todos los hombres. Como canta el pregón pascual: “Esta es la noche en que sacaste de Egipto a nuestros padres… Esta es la noche en que Cristo rompió las ataduras de la muerte”. Efectivamente, esta noche resume el pasado y anticipa el futuro. Esta noche es el punto de convergencia de toda la historia, porque esta es la noche de Cristo, en quien, por quien y para quien todo existe. Él es alfa y omega, principio y fin, a él pertenecen el tiempo y la eternidad.

 

Esta vigilia es un desborde por donde se la mire. ¡Habría tanto para comentar! Y sin embargo está bueno experimentar que no nos alcanza el tiempo, porque Dios siempre es más grande. 

 

La oscuridad del comienzo nos hizo vivir, al menos por unos minutos, el drama de nuestro pecado. La noche dejó de ser una referencia cronológica para convertirse en una imagen espiritual. Ya no había rostros familiares, sino una masa anónima, despersonalizada. Cuántas veces hemos caído en la tiniebla por alejarnos de Dios, de sus consejos sabios y de su mirada amorosa. Sin él todo resulta confuso, caótico, como si la creación retrocediera involucionando hacia la nada misma. 

 

Todos nosotros hemos hecho (y hacemos) mal uso de nuestra libertad; y entendemos lo que eso conlleva: culpa, vergüenza, temor y tristeza. Pero Jesús nunca pecó. Él nunca desobedeció al Padre ni fue mezquino con el hermano. Y sin embargo cargó con nuestro pecado, voluntariamente, por amor. Un amor que supera nuestra comprensión. Ese amor lo llevó a sumergirse en los abismos más espantosos del corazón humano. Es importante entender desde ahí, desde esa podredumbre que infestaba su conciencia inmaculada, la angustia que sintió en la pasión. Su “tristeza de muerte” era la tristeza propia del pecado, de nuestro pecado, que él asumió como propia, a fin de devolvernos la alegría verdadera. Hizo la experiencia –absolutamente contradictoria para él– de la excomunión. Ese fue el mayor sufrimiento. Un sufrimiento más agudo que cualquier dolor físico. Pero bebió el cáliz hasta el final. Y porque la cosa iba en serio, murió realmente y descendió a los infiernos. Tocó fondo. Se dejó devorar por la noche. Entonces lo dimos por perdido. No había nada que agregar: el cadáver era prueba suficiente de su derrota. 

 


Sin embargo, aquí está de vuelta entre nosotros. La piedra está corrida y el sepulcro está vacío. No sabemos ni necesitamos saber cómo ocurrió. Sólo sabemos que el amor del Padre lo rescató. Jesús esperó contra toda esperanza y no fue defraudado. Él es la luz que vence la tiniebla, la luz que inunda nuestra Iglesia. Esta es una noche de alegría porque en él, todos hemos resucitado. En un mundo amargado, tenemos la mejor noticia. Cristo nos devuelve la paz porque ha blanqueado nuestras almas con su sangre. La alegría verdadera es la inocencia del Cordero. Y nosotros comulgamos con él. Por eso celebramos en cualquier circunstancia. Porque con Jesús pasamos del pecado a la gracia, esto es, del egoísmo a la entrega, de la soledad a la comunión, de la violencia a la mansedumbre, de la mentira a la verdad, de la queja a la gratitud. Cada una de estas pascuas es un canto a la vida. En cada una de estas transiciones está el secreto de la alegría de Jesús. 

 

Pero la pascua no es sólo un acontecimiento, sino también un estilo, una dinámica permanente. Un gran teólogo contemporáneo pone en labios de Jesús estas palabras: “¿Vas a gozar de tu libertad, mientras muchos de tus hermanos se marchitan en su propia cárcel? ¿O vas a ayudarme a liberarlos de sus ataduras? ¿Vas a ayudarme a compartir con ellos su prisión?” (Balthasar). Quien de verdad resucitó con Cristo no le tiene miedo a la muerte, a ningún tipo de muerte. ¿Estamos dispuestos a dar la vida por los demás? ¿Estamos dispuestos a lavar los pies de todos, aunque algunos no valoren el gesto, sino que se burlen y nos maltraten al vernos postrados a sus pies? “Jesús se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza”, dice san Pablo. Somos cristianos si con Cristo asumimos el riesgo de adentrarnos en la noche de este mundo para llevar la luz de Dios. Somos cristianos si nos jugamos por los otros, especialmente por los que menos amor inspiran. Esto fue lo que nos enseñó Jesús en la última cena, a modo de testamento espiritual, ratificándolo luego con su cuerpo y su sangre en la Cruz: “Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes (…) Ustedes serán felices si, sabiendo estas cosas, las practican” (Jn 13,15.17).

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