jueves, 17 de abril de 2025

Jueves Santo 2025

En esta hora de gozo hacemos memoria agradecida del servicio de amor de Jesús.

 

Gozo de la Hora 

Llegamos a esta celebración habiendo caminado una Cuaresma intensa. Fue una experiencia de desierto, como la de Israel. Conocimos mejor nuestros pecados, es verdad, pero también conocimos mejor la misericordia de Dios. Y eso importa más. Por eso en nuestro corazón late el gozo de la Hora. Una Hora inmerecida pero real. Una Hora que es ante todo de Jesús, pero que nosotros sentimos como propia, porque somos sus hermanos. Y porque todo lo suyo tiene resonancia universal. 

 

El evangelista empieza su narración con el tono solemne que lo caracteriza: “… sabiendo Jesús que había llegado su Hora de pasar de este mundo al Padre…”.(1) La Hora nos habla de su destino, su meta, la razón de su vida, el sentido último de su misión. Más adelante se lo dirá a Pilato con toda claridad: “para esto he nacido, para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad”.(2) Jesús está en llamas:(3) una eternidad esperó este instante, en que finalmente podrá revelar las profundidades del Misterio del Padre. 

 

Pero esta Hora de luz es también la hora del poder de las tinieblas.(4) No sólo lo dice Jesús en la pasión de Lucas, que escuchamos el domingo de Ramos, sino que hoy nos lo recuerda Juan: la traición de Judas fue inspirada por el demonio.(5) Es así nomás: la Hora implica una contienda, un encuentro dramático entre la luz de Dios y las tinieblas de este mundo. No tenemos ninguna intención de darle prensa al Maligno, sino tan sólo registrar la seriedad de lo que se juega en la Pascua. En un mundo incrédulo, que únicamente valora lo que se ve, tenemos que decir las cosas como son. Y hacemos nuestras las palabras de san Pablo: “nuestra lucha no es contra enemigos de carne y sangre, sino contra… los espíritus del mal”.(6)

 

Está muy bien luchar contra la inflación y la pobreza: eso es economía. Está muy bien luchar contra el cáncer y la enfermedad: eso es medicina. Está muy bien luchar contra el analfabetismo y la ignorancia: eso es educación. Pero la madre de todas las batallas, la que está detrás de todas esa luchas nobles, es la que Jesús encara en esta Hora: la lucha contra el pecado y la muerte segunda: eso es redención. Tal vez nos hagamos los distraídos, pero en el fondo lo sabemos de sobra. La humanidad puede mucho por sí sola, sin duda, pero no tiene respuestas para el mal que anida en el corazón. Sólo Jesús puede triunfar en medio de la oscuridad diabólica. Y lo hace del modo más insólito. 

 

 

Servicio del amor

Podemos imaginar el desconcierto de los discípulos, cuando Jesús “se levantó de la mesa, se sacó el manto y tomando una toalla se la ató a la cintura”.(7) El Maestro los tenía acostumbrados a novedades, pero nada como esto. Y entonces ocurrió. Jesús empezó a lavarles los pies, inclinándose ante cada uno de ellos. El Rey-Mesías hecho un esclavo. El Creador del universo doblado ante su creatura; esa creatura que tantas veces lo ignoró, la misma que confundida en su soberbia pensó que grandeza es sinónimo de autosuficiencia. 

 

Con este gesto sencillo pero fuerte, Jesús nos enseña a todos que la autoridad es servicio. Un servicio que nace del amor. Y como dice san Juan de la Cruz, “el que anda en amor, no cansa ni se cansa”. El amor es fuerte, es libre y es audaz. No piensa en el qué dirán, sino que sale al encuentro del hermano tirado al costado del camino. 

 

Pedro se escandaliza de ver a Jesús limpiando su mugre. Quisiera ahorrarle la penosa tarea, como si dijera: mis pecados son míos. En su resistencia también hay algo de vergüenza y de orgullo herido. Pero Dios insiste porque sabe que solos no podemos. Necesitamos su perdón, que es la única puerta que lleva a la paz.

 

Jesús da el ejemplo para que hagamos lo mismo con los demás. El amor cristiano se traduce en obras concretas, delicadas, donde el otro nunca es un número, un caso, sino un hermano, un rostro donde asoma el misterio de Dios. Pero el lavado no es sólo el origen de un mandamiento, sino también una verdadera profecía. El agua nos habla del bautismo, más aún, del Espíritu Santo; y el abajamiento, de su muerte en Cruz. En este gesto oculto de servicio doméstico Jesús adelanta el servicio de la redención del mundo.  

 


 

Memoria de la gratitud

La noche santa de la última cena, Jesús no sólo lavó los pies, sino que también instituyó la Eucaristía, dejándonos así la memoria viva de su entrega. En otras palabras: el Salvador no sólo se hizo esclavo por amor, sino que por amor también se hizo comida y bebida: cuerpo entregado, sangre derramada; pan que nutre, vino que alegra. No nos acostumbremos nunca a este milagro, a esta verdadera genialidad divina, que quiso que el acontecimiento único de la pascua estuviera siempre a nuestra disposición, por el ministerio de los sacerdotes. 

 

La comida está para ser consumida. Ese es su fin. Del mismo modo, la vida está para ser entregada. La felicidad no consiste en guardarse sino en donarse. Si lo pensamos bien, ya la lógica natural del sacramento nos dice que comulgar es entrar en una dinámica pascual: algo muere para que otros tengan vida. ¡Y cuánto más desde la lógica de la fe! Porque esta comida es Cristo mismo entregándose por nuestra salvación. No es un mero símbolo, sino un signo eficaz, que realmente nos une a la libertad del Hijo, que no regatea sino que se brinda por entero. 

 

Pero hay algo más: en Cristo, la muerte ofrecida no es muerte definitiva, sino un paso hacia una vida plena. “El que pierda su vida por mí la salvará”.(8) El milagro de la pascua, que se nos ofrece en cada Misa, es que la muerte no sólo engendra vida en otros, sino también en uno mismo. De allí la gratitud, la eucaristía que se respira en esta noche. Cristo da gracias al Padre, y en ese contexto se ofrece a los hombres, buenos y malos, sin distinción. Y nosotros damos gracias a Cristo, y con Él al Padre, por dejarnos entrar en su carne bendita, en su sangre pura y en su corazón inocente de cordero manso. Gracias Padre porque en la fe de la Iglesia la pascua de tu Hijo no es ayer sino hoy; y así experimentamos, día tras día, la verdad fundamental de nuestras vidas: “nos amó hasta el fin”, hasta el extremo.(9)

 

 



(1) Jn 13,1.

(2) Jn 18,37.

(3 Cf. Lc 22,15

(4) Cf. Lc 22,53.

(5) Cf. Jn 13,2.

(6) Ef 6,12.

(7) Jn 13,4.

(8) Mt 10,39; 16,25; Mc 8,35; Lc 9,24; 17,33. 

(9) Jn 13,1.

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