lunes, 17 de noviembre de 2025

2007 - 17 de noviembre - 2025

Humillación y Gloria. Estas dos palabras surgieron con fuerza esta mañana en la oración. Los mártires rioplatenses murieron de manera violenta en 1628, pero ahora los celebramos con honores dando gracias por su testimonio de amor a Jesús y su Iglesia. Roque González, Alfonso Rodríguez y Juan Del Castillo eran jesuitas misioneros que se encontraban evangelizando una zona de lo que actualmente es Brasil, no demasiado lejos de la provincia argentina de Misiones. La crónica dice que un “cacique hechicero y falso dios” los mandó matar: acercándose por detrás, los golpearon con piedras hasta destrozar sus cabezas, les abrieron el pecho para arrancar sus corazones y luego echaron los cuerpos al fuego. Trato bestial. Soledad extrema. Triste final. ¿Qué madre desearía ese desenlace para su hijo?  Sin embargo, en esa desolación, una Presencia discreta pero inequívoca. Una mirada tierna que infunde confianza. Un oído atento que recoge las plegarias mudas. No está mal pensar que en esa hora los curas evocaron con la velocidad de un rayo las palabras de la consagración. Esas palabras que, de tanto ser pronunciadas, acaban o deberían acabar tallando la identidad más profunda de un presbítero: esto es mi cuerpo, que será entregado por ustedes – esta es mi sangre, que será derramada por ustedes y por muchos. Y así la pérdida se trocó en ganancia. La humillación devino gloria por el amor del Padre revelado en Jesús y donado con el Espíritu. 

 

En cada eucaristía celebramos la vida, no la muerte. Una vida que se abre paso desde las entrañas mismas de la muerte. Por eso nuestra alegría respira libertad. Para ser felices no tenemos que recortar la realidad. No tenemos que hacernos los distraídos negando el mal que nos rodea y el mal que obramos. Porque a menudo somos cómplices. También nosotros somos verdugos. En la primera lectura escuchamos que no pocos renegaron de Dios con tal de ser como los demás. Cuando los vientos de la moda soplan fuerte no es fácil permanecer en el Señor. Pero siempre hay testigos que inspiran; es cuestión de buscarlos. El texto dice que muchos israelitas se mantuvieron firmes, prefiriendo la muerte a quebrantar la santa alianza. El desprecio de los poderosos no pudo doblegar la esperanza de los pequeños. Esa esperanza que despunta en el Evangelio, con el grito limpio del ciego que estaba al borde del camino. Qué importante no sentir vergüenza en decir: “Hijo de David, ten compasión de mí”. Más aún: ese grito que parece humillación es nuestra gloria. Gloria de los rescatados, de los perdonados, de los resucitados, una y mil veces. 

 

En este aniversario de ordenación sacerdotal concluyo con dos pensamientos. Primero. Me gusta pensarme como ese ciego que recupera la vista en el encuentro personal con Jesús, dialogando con Él de corazón a corazón; cuya vida entera es seguimiento del Maestro en la gratitud de la curación. Una gratitud que contagia, como lo narra Lucas: “al ver esto, todo el pueblo alababa a Dios”. Quiera el Señor que mi ministerio, aun con sus pasos en falso, o incluso con motivo de ellos, sea, por la misericordia divina, alabanza del rebaño que el Buen Pastor me confía. Segundo: en otro lugar del Evangelio Lucas habla de una mujer que estuvo encorvada durante dieciocho años. La teología describe nuestra condición caída con esta imagen del ensimismamiento: centrarse en uno mismo sin poder alzar la vista a Dios. En esa mujer estamos todos: también mi ministerio, que hace dieciocho años desea enderezarse en tantos sentidos. Y no es casualidad, sino un patrón propio del encuentro con Jesús, que esa mujer reaccione de la misma manera que el ciego: glorificando a Dios. Te pido Señor que mi sacerdocio esté al servicio del paso más importante en la vida de todo ser humano: el que va de la humillación del pecado a la Gloria de la santidad. Amén.

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