martes, 5 de junio de 2007

I SAMUEL 1,1-19



“Peninná tenía hijos, pero Ana no los tenía” (v.2). ¿Qué significa en la vida de una mujer tener o no hijos? Hablando brutalmente diríamos que se trata de ‘la’ cuestión femenina; lo que está en juego es la propia realización, la identidad como llamada (vocación) que corre el riesgo de la frustración. “Este hombre (Elcaná) subía de año en año desde su ciudad para adorar y ofrecer sacrificios a YHWH Sebaot” (v.3). Estamos ante un hombre piadoso, un ‘justo’ en el que asoma el drama del cual Job será máxima expresión. No podemos sino creer que Elcaná sufría con Ana (cónyuge: con-yugo). En efecto, “aunque era su preferida, YHWH había cerrado su seno” (v.5). ¿No eres el Dios de la vida? ¿Justo a ella? También Jacob tenía un preferido, José (Gn 37,3), al que creyendo muerto lloró desconsoladamente. ¿Justo a él? Y también Abraham tenía un preferido, al que Dios identifica como “tu hijo, a tu único, al que amas, a Isaac” (Gn 22,2). Ése, fruto de la promesa y retoño de su vejez, se le pide como ofrenda. ¿Justo a él? ¿Es que no sabes cuánto significa para mí? Ninguna de estas tres historias termina mal, como tampoco termina mal la del Hijo más amado de la Historia. Porque aunque Jesús llegó a beber el amargo cáliz, “Dios lo resucitó, de lo cual todos nosotros somos testigos” (Hch 2,32).

“Su rival la zahería y vejaba de continuo, porque YHWH la había hecho estéril” (v.6). ¿Es que no basta la propia felicidad? Peninná ¡qué insatisfecha estás! Todo pecado es descontento, es rebelión contra la parte que nos ha tocado en suerte. “Seréis como dioses” susurró maliciosamente la serpiente (Gn 3,5), y el propio Caín ardió en cólera por andar comparándose con su hermano (Gn 4,5). Y Ana bien podría identificarse con el salmista: “Tengo siempre delante mi deshonra, /y la vergüenza me cubre la cara/ al oír insultos e injurias/ al ver a mi rival y mi enemigo. Todo esto nos viene encima,/ sin haberte olvidado/ ni haber violado tu alianza,/ sin que se volviera atrás nuestro corazón/ ni se desviaran de tu camino nuestros pasos” (Sal 44,16-19). No menos importante es la lectura cristológica: “Los soldados trenzaron una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza y le vistieron un manto de púrpura; y, acercándose a él, le decían: ‘Salve, Rey de los judíos’. Y le daban bofetadas” (Jn 19,2-3). No estamos jugando a encontrar citas semejantes. Es confiar en la unidad y sentido de la Revelación de Dios en la Historia de Salvación, pero por sobretodo es atenernos a la palabra del Señor por la que sabemos que se identifica con los más pequeños (Mt 25,40).

“Así sucedía año tras año; cuando subían al templo de YHWH la mortificaba” (v.7). He aquí nuestra incoherencia, nuestra perversión del culto. “Misericordia quiero, y no sacrificios” (Mt 9,13; Os 6,6). Sí. Es posible valerse de lo más sagrado para caer en lo más bajo. Esta esquizofrenia es la aún vigente denuncia de Pablo VI: “El drama de nuestro tiempo es el divorcio entre Evangelio y cultura” (EN).

Humillada, “Ana lloraba de continuo y no quería comer” (v.7b). Es una clase de tristeza que quita el hambre de vida. Y aunque el bueno de Elcaná lo intente, sólo hay uno que la puede consolar. Ése que de sí mismo dice: “Yo soy el pan de la Vida” (Jn 6,35). Pero en su amargura no ha claudicado su fe, y por eso se “levantó y se puso ante YHWH” (v. 9). En la Biblia el ponerse de pie alude a la dignidad. Ana recupera su lugar, su actitud de señorío; y esto de cara a su Dios. Se eleva –casi diríamos resucita- en la medida en que es capaz de presentarse al Señor. “Atráeme. Esta sola palabra basta”. Así le gustaba rezar a Teresita, y así también podríamos describir este resurgir de Ana. Es una atracción vital, que rescata de “las olas de la muerte” (Sal 18,5).

El autor sagrado nos hace saber que Elí estaba allí. Mejor aún, “estaba en su silla” (v. 9). Como el vigía que pasa la noche en vela así el sacerdote. Invirtiendo largas horas de silencio y aburrimiento, luchando contra la tentación del activismo y el aparente sin sentido. En la atenta espera del momento señalado por Dios, Elí quiere ser pastor que conoce a sus ovejas (Jn 10,14.27).

“Y oró (Ana) a YHWH llorando sin consuelo” (v.10). “Felices los que lloran porque ellos serán consolados” (Mt 5,5). El llanto es la desnudez del ser humano, es la transparencia del corazón que, en las fronteras de sus posibilidades –positivas o negativas-, está más allá del ‘qué dirán’, y por eso estalla en lo inefable. “Desgarrad vuestro corazón y no vuestros vestidos” (Jl 2,13). ¿Cuál es el tono de Ana? ¿Cómo se acerca a su Dios? “Si te dignas mirar la aflicción de tu sierva y darle un hijo, yo lo entregaré por todos los días de su vida” (v.11). En efecto, Ana ha recuperado su lugar. Se reconoce sierva y por eso su dramática súplica no es caprichosa exigencia (ni rebelión). Más aún, en el acto mismo de pedir ya inserta la ofrenda. “Y tú ¿qué tienes que no hayas recibido?” (I Cor 4,7). Alguno podría pensar que Ana ha perdido la cabeza. ¿Qué lógica tiene pedir algo para ‘perderlo’ inmediatamente? “El que pierda su vida por mí la encontrará” (Mt 16,25). Ana reconoce la concepción como don, y sabe que entregando su hijo a Dios lo pone en buenas manos. Ella cree (en el sentido fuerte del término) que ‘perdiéndolo’, por más que le duela, le hace el mayor favor.

“Elí observaba sus labios” (v.12). Cual pastor dedicado a su oficio está en los detalles. Abre los ojos para captar lo que pasa en la Casa de Dios. Llanto puro y labios que se mueven, pero no hay voz. Por eso Elí la creyó ebria y la reprendió. La respuesta de Ana conmueve: “No, señor: soy una mujer acongojada; no he bebido vino ni cosa embriagante, sino que desahogo mi alma ante YHWH” (v.15). Y aquí aparece la grandeza de Elí que se retracta porque comprende, y que comprende porque es sabio. Sabiduría de la humildad que acepta el juicio equivocado y de la fe que sabe de angustias. ¡Qué rápido cambia su severo tono por paternal bendición! “Vete en paz y que el Dios de Israel te conceda lo que le has pedido” (v.17). Era lo que Ana necesitaba porque entonces, “se fue la mujer por su camino, comió y no pareció ya la misma” (v.18). La mediación como instancia clave. Dios se vale de personas para hacernos llegar su gracia. Y comió, porque se había reencontrado con la Vida. Y si no pareció la misma fue porque en la fe de los pequeños no necesitó esperar para saberse escuchada. Como bien nos enseñan los salmos de Israel, el orante incluye (ya de antemano) en la misma súplica su acción de gracias. En Ana lo que en principio fue un ascenso corporal, se revela ahora en la continuidad de un espíritu nuevo. No pareció la misma porque la resurrección nos transfigura: María Magdalena “vio a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús” (Jn 20,14).

“Elcaná se unió a su mujer Ana y YHWH se acordó de su mujer” (v. 19). Es la oración escuchada de quien, desde su pequeñez, puede cantar con María: “ha mirado la humillación de su esclava” (Lc 1,48). Y de hecho el Magnificat entronca en la acción de gracias de Ana (I Sam 2,1-10), y rescata la misma idea: Dios no olvida. “Acordándose de su misericordia” (Lc 1,54). YHWH es el Dios de la alianza, y lo que esto significa bien lo expresa Is 49,15-16a: “¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque éstas llegasen a olvidar, yo no te olvido. Míralo, en las palmas de mis manos te tengo tatuada”.

Profundización teológica

La cuestión en juego es saber si nosotros nos acordamos de que Él se acuerda. Por eso, bajo el pedido del profeta: “¡recuerda y no anules tu alianza con nosotros!” (Jer 14,21), se encuentra el anhelo de la propia memoria. Esta necesidad de memoria atraviesa toda la Historia Sagrada porque en ella asentamos nuestra fe. El Deuteronomio lo acentúa especialmente mediante su teología del corazón/memoria: “Pero ten cuidado y guárdate bien, no vayas a olvidarte de estas cosas que tus ojos han visto, ni dejes que se aparten de tu corazón en todos los días de tu vida” (Dt 4,9). “Las palabras que hoy te digo quedarán en tu corazón/memoria” (Dt 6,6). En los prodigios obrados reconocemos al Dios Señor de la Historia que irrumpe en nuestra cotidianeidad. “Hagan esto en memoria (anámnesis) mía” (I Cor 11,24).

¿Qué es la memoria? ¿Qué rol tiene en nuestra época que es imperio de lo efímero (Lipovetsky)? Advirtiendo este déficit le escuché decir a Bergoglio: “hay que catequizar la memoria que es la fuerza del corazón”. Sí, pero la memoria del cristiano -la fontal, la eucarística- es mucho más que evocación del pasado. Es actualización. Porque cuando el sacerdote pronuncia in persona Christi (“mi carne”), se hace presente la Palabra misma de Dios que nos asocia a su dinamismo eterno. Por eso la “memoria del Señor” es anámnesis redentora, de los bienes obrados y siempre actuales de Cristo Jesús. Anámnesis del perdón, y por eso nunca memoria rencorosa con sed de revancha (némesis). Finalmente anámnesis creativa que reinterpreta la inagotable Verdad, porque se cumple la promesa del Maestro: “Cuando los lleven para entregarlos, no se preocupen de qué van a hablar; sino hablen lo que se les comunique en ese momento. Porque no serán ustedes los que hablen, sino el Espíritu Santo” (Mc 13,11).

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