jueves, 21 de junio de 2007

I SAMUEL 3,1-10



“Servía el niño Samuel a YHWH a las órdenes de Elí” (v.1). El relato quiere dejar en claro, desde el comienzo, que estamos ante un servidor. Todos conocemos la pureza de los niños, esa transparencia y entrega que bien encauzada no hace lugar a cálculos. En ellos vemos nuestra propia llamada a las obras grandes, al corazón capaz de ensancharse: magnánimo. Pero Samuel no crece en soledad sino que tiene un tutor, un maestro que es mediador y es guía.

“Samuel estaba acostado en el santuario de YHWH” (v.3). ¡Qué linda imagen! Dormirse en el Señor, en su casa que es refugio y signo privilegiado de su presencia. ¿Dónde habita Dios sino en su Templo? El Santuario es recinto sagrado, sede epifánica, locutorio íntimo y lecho nupcial. No por nada allí “se encontraba el arca de Dios” (v.3b). ¿Qué nos dice todo esto del muchacho Samuel? Él se mueve como cónyuge en el marco de la alianza (Ez 16;36), y como custodio del testimonio esponsal (el arca).

“Llamó YHWH: ‘Samuel, Samuel’. Él respondió: ‘aquí estoy’” (v. 4). Con estas palabras –que no llegan a completar el versículo- tenemos material suficiente para desplegar todo el plan salvífico. Todos los tesoros de la mística y de la teología se hayan aquí compendiados. Dios habla porque es Palabra (Jn1,1), y más aun porque su ser es un diálogo permanente (y trinitario). Nos hemos acostumbrado a un Dios parlante, que deja oír su voz; ya no nos sorprende, ya no nos maravilla que el inaccesible se manifieste. Como aquella primera palabra creadora (Gn1) que nos sacó-y nos sigue sacando- de la nada caótica y abismal, acá también la iniciativa es suya. Llamó YHWH; Dios tiene nombre porque no es una fuerza cósmica, es un Tú que se arrima a nuestra soledad. Y en seguida vemos su ‘estilo’. ‘Estilo’, dijo un maestro mío, es lo que aparece en la superficie revelando lo profundo. La llamada es por el nombre (de pila); descubriendo nuestros secretos, acariciando nuestro misterio, personalizándonos en nuestra irrepetible identidad. “Lázaro, sal fuera” (Jn 11, 43); como que en cada llamada se actualiza el imperativo de la vida, la orden en aquellos labios sublimes de abandonar la oscuridad del pecado.

RSVP. Sólo donde primero hubo Palabra (Wort) hay lugar para la respuesta (Antwort). Toda la revelación de nuestro Dios no es más que una prolongada y obstinada invitación. Samuel se hizo cargo, se hizo responsable de la situación, y por eso se hizo respuesta. “Aquí estoy”. Más sencillo y claro, difícil; más profundo, imposible. La presencia como síntesis de la ofrenda total, como aceptación de todo lo que ha de venir. El “aquí estoy” como confianza en la voz del que me solicita. Es la escuela de Moisés (Ex 3,4), de los orantes (Sal 40,8), y de los grandes profetas (Is 6,8); es el anticipo de la misión del Maestro (Hb 10,9). ‘Aquí estoy’ como un ‘dar la cara’, como contrapunto de esa adámica actitud nuestra de ocultarnos de la mirada de Dios (Gn 3,8-9): “tuve miedo, por eso me escondí”.

Y sin embargo estamos en el comienzo de la historia. Samuel está en el camino pero no ha llegado a la instancia suprema. Por el momento el encuentro se le escurre. “Corrió donde Elí diciendo...” (v.5). El reflejo, la disponibilidad para levantarse de la comodidad de la cama y correr. Cuánto nos dice este verbo. Corren... corretean los amantes, los que no pueden esperar; corren los que están llenos de vida y sienten que el pecho les va a reventar; corren María Magdalena y los discípulos (Jn 20,2ss) –y es de notar que el amado llega antes; en fin, también corre el Padre misericordioso al encuentro del hijo que se había extraviado (Lc 15,20). Valió la pena detenerse, porque éste es el estilo de Samuel.

De ahora en más asistimos a un discernimiento que lleva su tiempo. A nosotros nos gustan las cosas rápido, instantáneas. En los caminos de Dios, los asuntos se aclaran con paciencia. De por medio están nuestros sentimientos, nuestros miedos y expectativas; y el –a veces tímido- deseo de hacer Su voluntad. Muy importante es aprender que si en este relato hay culmen, es por la fidelidad de los dos protagonistas. Cada uno desde su lugar actuó a la altura de lo que la situación pedía. Es preciso valorar cada uno de los peldaños y no fantasear con una mística meteórica. “Bien siervo bueno y fiel, ya que has sido fiel en lo poco, te confiaré mucho más. Entra en el gozo de tu señor” (Mt 25,21.23).

Ante la sorpresiva presencia de Samuel, Elí responde con sobriedad. En seguida ratifica Samuel su actitud de escucha en la noche y se llega por segunda vez al sacerdote. ¿Cómo reacciona este ‘anciano’ (I Sam 2,22) cuyos ‘ojos iban debilitándose y ya no podía ver’ (3,2)? No es la respuesta de un viejo gruñón. Es la tierna paciencia, la serena mansedumbre del hombre de Dios: ‘hijo mío, vuélvete a acostar’ (v.6). En la paternidad que asoma se intuye una búsqueda, un dejo de sorpresa que indaga. Aquí vemos crecer la fidelidad de Elí. Él confía en el niño y confía en las insospechadas tácticas de Dios. Elí se toma en serio todo lo que acontece, por más de que al cansancio de los años se sume el sueño interrumpido. Es un contemplativo. Y éstos no conocen turnos, son pura receptividad. El relato gana en tensión con la tercera llamada. Samuel no teme verse reprendido. Él ha escuchado y no quiere desentenderse. De Elí podríamos esperar cierta incomprensión, y sin embargo ocurre todo lo contrario. “Comprendió entonces Elí que era YHWH quien llamaba al niño”(v. 8)

De los vv. 9-10 vale destacar la actitud de Elí quien comprendiendo facilita el encuentro. No captó la situación “como algo que debía guardar celosamente” (Flp 2,6), sino que transmitió su sabiduría. El conocimiento de Dios –en sentido bíblico- pasa “de generación en generación”, gracias a hombres que descubren la alegría de un tesoro que no pueden callar. Elí como auténtico sacerdote se hace un lado y acepta que ahora el llamado es para otro. Su misión es cooperar y desaparecer. “Es preciso que él crezca y que yo disminuya” (Jn 3,30). En efecto, es “el amigo del novio” que lo asiste y se alegra con él (Jn 3,29). Como corolario de esta paradigmática historia queda una de las frases más expresivas de la Escritura. Sólo Dios sabe cuántos varones y mujeres han orado con ella, cuántos han gemido en el desconcierto de la noche, humildes y suplicantes: “Habla YHWH que tu siervo escucha” (3,9).


Profundización teológica

La imagen del siervo nos remite a los misteriosos cánticos de Isaías[1]; y éstos nos hablan “en enigma” (I Cor 13,12) de Jesús. Cristo es el siervo por excelencia, en su abismo de sufrimiento y redención. El rescate –eso significa ‘redención’- lo opera el amor, su ser totalmente volcado al Padre en la communio del Espíritu; y simultáneamente, a la inversa, su ser totalmente recibido. Esta reciprocidad, este dinamismo que interactúa en permanente sístole y diástole es su secreto [¿Quién dijo que Dios era aburrido y estático? Habrá que ver quién puede seguir su ritmo]. Aquí tenemos una luz para captar algo. Sólo el hijo puede ser siervo; porque está impregnado de la aceptación confiada que da el cariño visceral, y de la gratitud que se ofrenda sin matemáticas. Por eso Cristo como Unigénito es el más grande servidor. Su ‘anonadamiento’ extremo (Flp 2,7-8), procede de su ‘extremo amor’ (Jn 13,1). Este amor es el mismo que lo une al Padre, y en su inconmensurabilidad es persona y se llama Espíritu Santo.

Lo propio del siervo es la disposición, la obediencia, la escucha. No nos cansemos de meditar esa magnífica etimología: ob-audire. Hagamos entonces una lectura cristológica de estos versos del tercer canto: “Mañana tras mañana despierta mi oído, para escuchar como los discípulos; el Señor YHWH me ha abierto el oído. Y yo no me resistí ni me eché atrás” (Is 50,4b-5). Nos reconocemos discípulos en la escucha de Otro que escuchó primero. Esta escucha eterna es precisamente lo que lo constituye en Palabra eterna (Jn1,1). “Todo lo que he oído a mi Padre se los he dado a conocer” (Jn 15,15). La escucha –como la Pascua- tiene una dimensión gloriosa y una dimensión dramática. Esta última se revela de modo especial en la agonía (agon: batalla) de Getsemaní. En medio de la tribulación Marcos rescata un detalle muy significativo: la familiaridad y el trato cercano no están en juego: “¡Abbá, Padre!” (14,36). Y en Lucas 22,42 leemos: “Padre, si quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad sino la tuya”. Aquí comprobamos una vez más que Jesús nos invita a un seguimiento. Esto quiere decir, que cuando Jesús nos enseña a rezar (‘hágase tu voluntad’; Mt 6,10) nos propone andar por donde Él ya anduvo, por el sendero abierto por el único que puede decir: “Yo soy el camino” (Jn 14,6).

Volvamos a la escucha. No sin razón el pueblo judío eligió, de entre toda la Torah (Pentateuco), como oración vital y precepto primordial unas pocas palabras, cuyo comienzo es: “Escucha Israel...” (Dt 6,4). En los primeros siglos del cristianismo, esta veta receptiva se impuso con tal fuerza que se llegó a definir al hombre como capax Dei. Más tarde el medioevo utilizó el correlato potentia obedientialis, que podríamos traducir como apto para la escucha o abierto a la obediencia. El siglo XX ha querido redescubrir esta faceta y ponerla nuevamente en el centro; es decir, como núcleo de toda existencia humana. El interlocutor es nada menos que Karl Rahner, y su obra es Oyente de la Palabra (Hörer des Wortes). Esta línea de pensamiento no se halla muy lejos de lo que fue una constante en otro gran teólogo católico contemporáneo; Balthasar entiende toda existencia como misión-envío (Sendung).

Con este telón de fondo se potencia la riqueza que nos brinda el autor de la Carta a los hebreos. Éste lee la salvación de Cristo desde el salmo 40, y se representa de este modo el diálogo intratrintario. El antiguo régimen está superado; el sacrificio de la nueva alianza ha de ser de otro tipo. En boca de Jesús aparece: “He aquí que vengo (...) a hacer, oh Dios, tu voluntad” (Hb 10,7.9). La frase original es de Sal 40, 8-9; y en la repetición del autor de Hebreos (cita y comentario) captamos su centralidad. “Heme aquí, que vengo...” (Sal 40,8). Es el eco del ‘aquí estoy’ de Samuel; o más bien, el primer y definitivo ‘aquí estoy’, el único que hace posible todas las otras fieles presencias de la Historia. Pero demos un paso más; el texto mismo nos lo pide. La respuesta ha sido posible en la acogida de la Palabra, y esto como icono de la nueva alianza. “Ni sacrificio ni oblación querías, pero el oído me has abierto” (Sal 40,7). Al igual que en el canto del Siervo (Is 50,4b-5) aquí la escucha aparece como don. No seremos hombres nuevos, otros cristos, sino en la medida en que nos dejemos purgar por el hisopo divino. No se trata de un asunto marginal. Estamos rozando la médula de nuestra fe. Y ninguno de nosotros querría escuchar de labios de Jesús, como sí le ocurrió a Pedro, aquella tajante sentencia: “Si no te lavo, no tienes parte conmigo” (Jn 13,8).

También hay otro texto (Jn 1,35-40) que confirma nuestras reflexiones. Teniendo en cuenta cuan cuidadosamente elaboró Juan su Evangelio, y que lo que nos ocupa está en continuidad con el himno inicial a la Palabra (Jn 1,1-18)), podemos hablar de una intención del evangelista al unir los verbos ‘oír’ y ‘seguir’; y esto dos veces. “Los dos discípulos le oyeron (a Juan Bautista) hablar así y le siguieron (a Jesús)” v.27; cfr. v.40. Como vemos no se trata de una escucha extática o espectacular sino de atender a las mediaciones de las que Dios se vale. Aparece nuevamente la gradualidad, la pedagogía de la vida mística. Andrés y él otro discípulo llegan a (escuchar a) Cristo porque primero escucharon otra voz que les era más próxima. Guardémonos de la tentación que nos ofrece borrar nuestros límites (Cfr. Gn 3), y de aquello que nos impulsa a resolver nuestra existencia in-mediatamente. Seamos fieles a nuestro hoy, confiemos en que cada minucia nos puede hablar y acercar al Maestro. No pretendamos conocer la ruta. “No intento ver adonde me llevas” (Newman). Apostemos a Su Providencia, y Él nos llevará a casa.

¿Cómo no concluir de la mano de María? Ella es la mediación entre nuestra escucha (polución sonora) y la de Cristo (oído absoluto). Ella, como primera redimida, nos dice que es posible captar otras frecuencias. Y la veneramos como virgen antes, durante y después del parto. Esta virginidad expresa también su pureza, su consagración, su exclusividad hacia el Señor; ella lleva a plenitud la expresión ‘oídos castos’. Veamos –haciendo un paralelo- cómo es su escucha antes, durante y después de la vida terrenal de Jesús. Después; su escucha es intercesión, es atención solícita y callada en favor de sus hijos (Jn 19,26). Con otra imagen joánea diríamos que su escucha es una permanente jaculatoria: “No tienen vino” (Jn 2,3). Durante; su escucha es contemplación y plena acogida del misterio. Es hacerse reservorio de lo más grande que el hombre puede experimentar. Reservorio que es todo lo contrario a un frasco de formol. Es la custodia que fertiliza –aun a media luz-, a la espera de nuevos frutos. “Su madre conservaba cuidadosamente todas estas cosas en su corazón” (Lc 2,51). Antes; es la escucha original, reflejo de una prolongada escucha en el anonimato de una perdida aldea. La Palabra encuentra en el silencio atento de María el espacio vital para germinar. El rezo del Ángelus señala muy bien esta continuidad: “El ángel del Señor anunció a María, y concibió por obra y gracia del Espíritu Santo”. Y poseída ya por la incipiente Palabra, que en su interior anidaba por el asentimiento del corazón, expresa en alta voz su consentimiento. “He aquí la esclava del Señor” (Lc 1,38a). Es la escuela de Samuel: ‘aquí estoy’ – ‘siervo/esclavo’ (en hebreo es lo mismo). Y tan extraordinario es lo que acontece, que su respuesta ya espeja la nueva creación: “Hágase en mí según tu palabra” (la palabra del ángel es la de Dios); actualizando aquél primer día en que el caos oyó otro fiat: “Hágase la luz” (Gn 1,3).

[1] Isaías 42,1-9; 49,1-6; 50,4-11; 52,13-53,12.

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