jueves, 12 de julio de 2007

I SAMUEL 16, 1-13



“Dijo YHWH a Samuel: ‘¿Hasta cuándo vas a estar llorando por Saúl?” (v.1). ¿Hasta cuándo? Dios no reprocha el llanto... ¿cómo podría hacerlo si Él mismo tuvo necesidad de ello? (Jn 11,35). Con todo, es bueno saber que en la Jerusalén celestial: “no habrá muerte ni habrá llanto” (Ap. 21,4). Pero por ahora convivimos con él como una de las experiencias más humanas, y algo de ello ya hemos dicho (supra). Pero acá lo que está en juego es el estancamiento versus la docilidad del discípulo. Porque en todo llanto angustiado se experimenta algo de liberación que ejerce simultáneamente una seducción hacia la autocompasión. Pobre de mí que sufro tanto. Y entonces uno queda atrapado en su espiral de dolor con la excusa perfecta para no afrontar lo que viene. “Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza” (Lc 18,58). Hay motivos para seguir: el Señor habla, pero no podremos escucharlo si nuestros sollozos se vuelven terca interferencia.

“Llena tu cuerno de aceite y vete” (v.1). La orden nos recuerda esa otra misión encomendada al exhausto Elías: “Levántate y come, porque tienes delante un largo camino” (I Re 19,7). Llenar el cuerno es una linda imagen porque es participar –aunque sea un poco- en la previsión de Dios que se anticipa. No nos atrae el hecho de la pre-ciencia (que rayaría con las turbias motivaciones de Adán; Gn 3,5.22), sino la delicadeza del don que pacientemente aguarda su turno. Y que -para hablar con Agustín- en la espera ensancha el corazón. Es la imagen del vino añejado, del buen vino que llega al final (Jn 2,10).

“¿Cómo voy a ir? Se enterará Samuel y me matará” (v.2). Enseguida nos sale al paso esa renguera fruto del pecado. El miedo como desconfianza, como excusa para no arriesgar. “Me dio miedo, y fui y escondí en tierra tu talento” (Mt 25,25). ¿Cómo? En el fondo parece la pregunta inevitable ante el llamado de Dios (Moisés, Isaías, Jeremías, Zacarías). Sólo una preguntó ‘cómo’, no para regatear sino para gustar. María ya contaba con la aclaración del ángel: “nada es imposible para Dios” (Lc 1,37). “Yo te indicaré lo que tengas que hacer” (v.3). Dios se presenta hoy, siempre fresco. Y como buen seductor nos mantiene en vilo, nos tiene atrapados y pendientes. Si nos distraemos se escapa como un chico que juega a las escondidas. Entonces empezamos a buscar como José y María en la caravana (Lc 2,44), o como la novia del Cantar: “¿Habéis visto al amor de mi alma?” (Ct 3,3)

“Pero YHWH dijo a Samuel: ‘No mires su apariencia ni su gran estatura, porque yo lo he descartado’” (v. 7) Es decir no mires su inteligencia ni su cara bonita. No te quedes en el currículum y el trabajo que tiene. No te preocupes por cuánto gana o el status social. Puede ser más o menos fachero, a mí me tiene sin cuidado. Ni siquiera mires si es el más piadoso. “La mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las apariencias pero YHWH mira el corazón” (v.7). Y en esa mirada creadora se juega la elección: “porque he visto entre sus hijos un rey para mí” (v.1). ¿Cómo no ser superficiales en un tema tan crucial? El corazón es el misterio humano. Sólo se abre desde dentro, y así y todo permanece enigmático. Digamos nomás que en lo más hondo de todo corazón está el designio de Dios. Allí nadie llega sino en la sintonía del mismo Espíritu-Dios. A menudo nos creemos muy agudos, muy perspicaces...no juguemos con la serpiente (“seréis como dioses”; Gn 3,5) y admitamos la precariedad de nuestros juicios. Porque sólo Uno puede decir nuestro secreto: el que no necesitó estar frente a Natanael para verlo debajo de la higuera (Jn 2,48).

“Preguntó Samuel a Jesé: ‘¿No quedan ya más muchachos?’” (v.11). Es interesante ver cómo nos empeñamos en acotar el plan de Dios. Sabemos de Su poder, y sin embargo tratamos de que encaje en nuestra lógica humana, demasiado humana (en el sentido peyorativo). “Todavía falta el más pequeño” (v.11). Claro, pero pasa que pensé... En efecto, no se trata de que pensemos sino de escuchar, de abrir el juego, de poner toda la carne al asador y dejar que Él elija. El repetido ejemplo del cheque en blanco sigue siendo –así lo creo- muy elocuente. Ya veremos la suma que pide, por ahora se trata de firmarlo en blanco. Con todo, es curioso que acá Jesé no encubre a David por creerlo valioso sino al contrario, por considerarlo insignificante. Y ése, el pastor, el más pequeño, es precisamente el que se roba la mirada de Dios (v.1). También a nosotros nos llega la reprensión de Jesús: “Dejen que los niños vengan a mí” (Mt 19,14). ¿Cuánto habrá en nuestro corazón, me pregunto, que queda sin unción (sin bendición) porque nosotros pensamos que es demasiado poca cosa?

“Dijo YHWH: ‘Levántate y úngelo, porque éste es’” (v. 12). Levántate, responde a la buena noticia. Llegó tu momento; la hora de la mediación visible (sacramental). Y es que todo elegido del Señor inspira dignidad e invita a la resurrección. En él se hace patente de manera particular la vocación universal a la santidad. No hay contradicción. Hay una cierta arbitrariedad –si vale la expresión- de Dios, o mejor una lógica por nosotros ignorada. Como cuando Pedro pregunta por el discípulo amado y Jesús responde: “Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿qué te importa?” (Jn 21,22). Pero está claro que la misión no es la misma para todos. En Jesús, somos todos ungidos (cristianos) y por eso todos sacerdotes (Hb). Pero ello no impide reconocer la vocación de cada uno como llamada personal. ‘¿Por qué a éste y no a mí?’, dirán algunos. ‘¿Por qué a mí y no a éste?’, dirán otros. La unción –sea para la misión que sea- permanece un misterio de gratuidad divina, que se asume como la tarea de toda la vida en la aceptación de lo que Otro pensó para mí.

“Tomó Samuel el cuerno de aceite y le ungió en medio de sus hermanos” (v. 13). El aceite perfumado que se impregna y llega a lo más íntimo. Y esto porque Dios es, como decía Agustín, intimeor intimo meo; más íntimo que mi propia intimidad. “Tu conoces mi palabra, antes de que llegue a mi boca”. El aceite que deja rastro en la tela y ya no sale. La elección del Padre que no se asusta ni se echa atrás. “Los dones y la vocación de Dios son irrevocables” (Rm 11,29). “Le ungió”. El gesto es de una delicadeza exquisita. Hay algo que se derrama, que se “pierde” como si anunciara de manera compacta toda la misión del ungido. “El que pierda su vida por mí la encontrará” (Mt 10,39). Es un bautismo en la gratuidad de Dios, que mueve a una entrega generosa. “Gratis han recibido, den también gratuitamente”. Nuestra mentalidad calculadora nos lleva muchas veces a la pregunta: “¿Para qué este despilfarro?” (Mc 14,4). Es que cuando se mira desde fuera simplemente no se entiende. Retomando la dimensión profética de la unción, es el mismo Jesús quien nos da la interpretación última: la mujer en Betania “se ha anticipado a embalsamar mi cuerpo para la sepultura” (Mc 14,8). La unción es pascua. Habla de predilección (Mc 1,11) tanto como de muerte. “En medio de sus hermanos”. La consagración se hace de cara al pueblo porque a él le pertenece el ungido. No existen en la Iglesia –ni en Israel- vocaciones privadas; eso sería un contrasentido. ¡Qué claro lo expresa la carta a los hebreos! “Porque todo sumo sacerdote es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de los hombres” (Hb 5,1). Y en Cristo, por el bautismo, somos todos sacerdotes. Pero hay algo más. La perspectiva comunitaria no apunta sólo al ministerio (futuro) sino también al origen. La asamblea debe reconocer que Dios obra en su pueblo, y el ungido ha de recordar que tiene raíces. Así podrá ser fiel mediador que se identifica con los sufrimientos de sus hermanos. Así lo quiso Jesús voluntariamente; “habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas” (Hb 5,7).
“Y a partir de entonces, vino sobre David el Espíritu de YHWH” (v. 13). Es una ceremonia sencilla pero eficaz. El Señor hace lo que dice. El Espíritu que es el Don (o mejor, la Persona Don) desciende como ‘sombra de lo alto’ (Lc 1,35) y nos lanza decididamente a la misión (Lc 4,18ss).

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