lunes, 30 de julio de 2007

Veo veo: Una mirada teologal al mundo de hoy


Si no se hacen como niños... (Mt 18,3)
Tú miras al caos, la luz nace entonces
[i]
Sed tamen contemplatio essentialiter
in actu cognitivae consistit,
praeexigens caritatem ratione predicta
[ii]

-Veo veo
- ¿Qué ves?
- Un mundo

Mirar es ante todo una aproximación a la realidad. Aproximación que es siempre una toma de posición, ya sea en la creciente escuela de los maestros de la sospecha, o en la confiada y dócil apertura al mundo que habitamos. “Mi ejercicio, ver y leer todas las cosas como son; mi fidelidad, dejar al ojo ser luz; mi completo abandono de todas las pretensiones me hace aquí, en la serenidad, altamente feliz” (Goethe[iii]). Y en el mirar se da el “admirable intercambio” de dos mundos. Pues, ¿acaso no es el hombre mismo un mundo? Bueno será por tanto, tener presente el necesario movimiento pendular de entrañamiento (Azcuy) y distancia. “La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano todo tu cuerpo estará luminoso” (Mt 6,22). En efecto, la mirada como símbolo análogo al de la puerta, es entrada y barrera. No sin razón la tradición bíblica y teológica ha escogido esta imagen para hablar de la plenitud de nuestra vocación. Esto, desde Moisés (Ex 33,20), pasando por los salmos (Sal 36,10), las bienaventuranzas (Mt 5,8), Juan (1 Jn 3,2) y Pablo (1 Cor 13,12), hasta la expresión medieval visio beatifica. Ya que la Escritura nos advierte sobre la profunda conexión entre corazón y mirada, parece oportuno implorar al Señor una y otra vez, que nos libre no sólo de la ceguera espiritual sino también de otros variados y muy peligrosos trastornos: miopía, daltonismo, presbicia.

Ahora bien, ¿qué supone una mirada teologal? Ante todo la fe, la esperanza y la caridad. Aun en la precisión de la fórmula teológica, afrontamos aquí el desafío, de no caer en el reduccionismo de liquidar la cuestión enumerando la magna tríada. En efecto, las mencionadas virtudes están muy lejos de ser un piadoso adorno. Su esencia es la caladura interior, la transformación renovadora de Aquél “que hace nuevas todas las cosas” (Ap 21,5). Nos gustaría proponer el juego fonético, por el cual decimos que toda mirada supone una morada, un ámbito, un espacio vital que predispone e impregna todo el acto contemplativo. Tratándose de lo teologal pensamos en la noche de la última cena, y quisiéramos ser como el discípulo amado que se recostó sobre el pecho del Maestro (Jn 13). La morada teologal, no puede ser sino un zambullirse (baptizein) en Cristo, para vivir en el corazón de la Trinidad. ¡Quién pudiera mirar su entorno de esa manera!

Bebamos de la Palabra de Dios, para que en un apurado y arbitrario recorrido, nos enseñe el mirar de Dios. Imposible evadir aquella primera mirada (Gn 1), henchida de aprobación y cariño –y vio Dios que era bueno-, que frente al hombre adquiere un tinte superlativo –y vio Dios que era muy bueno. Nuestra raquítica autoestima nos obliga a aclarar que, cuando hablamos de primera mirada, no se trata de un simple orden de aparición sino de un criterio interpretativo, es decir la clave de lectura que debería regir nuestra cosmo-teo-visión.

Con todo, nuestra experiencia revela que esa bondad de base está herida, y conscientes del propio pecado nos interrogamos por la reacción del Creador. Es entonces cuando sale a nuestro encuentro otro hermoso texto, tremendo en su poesía y en su dramatismo. Se trata de Ez 16, donde se narra una apasionada historia esponsal. Allí detectamos tres momentos: la elección inicial (vv. 1-14), la infidelidad y el castigo (vv. 15-59), el perdón en recuerdo de la alianza (vv. 60-63). Detengámonos en la primera instancia, que es la que de algún modo fundamenta la obstinada preferencia de Yahvé. Empieza diciéndole a Jerusalén, protagonista del relato: “dabas asco el día en que naciste”. Pero inmediatamente continúa el Señor: “Yo pasé junto a ti, te vi revolcándote en tu propia sangre y entonces te dije: ‘Vive y crece’”. Estamos ante la mirada de Dios que escruta allí donde la fealdad es extrema, allí donde ninguno otro quiere mirar, allí donde los presagios son de muerte...y Él con su mirada irradia vida. “Por la total soledad pasa Dios y es un paso salvador (...) Al pasar pronuncia una palabra, que es casi creadora, como una bendición eficaz; la criatura va a deber la vida a ese imperativo de Dios”[iv]. La Escritura nos enseña así la gratuidad del mirar divino, que no casualmente se ve reforzada por una llamativa repetición. Con sólo un versículo de por medio, Yahvé exclama: “Yo pasé junto a ti y te vi. Era tu tiempo, el tiempo del amor”. El don no se limita a la vida sino que pasa a una invitación nupcial.

Finalmente llegamos a Jesús, rostro de la misericordia del Padre. Esto quiere decir –en consonancia con lo visto previamente-, un corazón que se inclina sobre la miseria. Se destacan aquí dos pasajes. En primer lugar, aquella atención que tuvo para con el hombre rico. En la narración de Marcos (10,21) se describe; “Jesús, mirándolo, lo amó” (êgápêsen). Es el prólogo a la invitación a seguirlo, son esos segundos de más (gratia) que el Hijo del Hombre prodiga a quien quiera dejarse mirar por El. En segundo lugar, y asumiendo el detalle revelado por Marcos, reflexionamos en torno a una parábola que tiene mucho en común con Ez 16. Se trata de Lc 10,29ss, famoso relato en el que tres personajes miran un mismo hecho. De los dos primeros se dice lo mismo: “viéndolo dio un rodeo” (vv. 31.32). Pero el tercero, un samaritano que no tenía porqué detenerse, lo vio. El término usado es el mismo (idwn), y sin embargo qué distinto parece a la luz de su obrar postrero. El impacto, la repercusión interior es completamente diversa. Notamos aquí aquello comentado al iniciar nuestra reflexión; el hecho puede ser el mismo, pero la mirada implica siempre una situación existencial y un compromiso moral[v]. Por eso sin solución de continuidad, se une a la mirada del extranjero uno de los verbos más famosos del Nuevo Testamento: se conmovió (esplagjvísthê). Estamos ante una convulsión interior. Los espectáculos cotidianos no siempre son de fácil digestión, y como diría el poeta, “la condición humana no soporta mucho la realidad”[vi]. Literalmente, al buen hombre del camino se le han “revuelto las entrañas”, y en esta descripción asoma como una ola en crecida, toda la carga semántica que el Antiguo Testamento condensó en la misericordia divina: rahamin.

No es de extrañar entonces, que los Padres de la Iglesia hayan visto en aquel samaritano al mismo Cristo, quien “no consideró su divinidad como algo que debía guardar celosamente” (Flp 2,6). Fue mucho más allá de lo esperado, se “acercó, vendó, montó, llevó y cuidó”; con palabras de Juan, “amó hasta el fin” (13,1). Y la posada... ¡qué sentimientos de responsabilidad y de honor, de carga e indignidad nos despierta el pensar que la Iglesia está llamada a ser –y es- esa posada! A ella le es confiado el moribundo del camino, el maltratado por los ladrones de turno, hasta que un día regrese el Señor. Felices nosotros, miembros de la Iglesia, si nos encuentra en la tarea encomendada; porque esta nueva bienaventuranza consistirá en ser servidos por el mismo Jesús (Lc 12,37).

Embebido sin duda de esta rica tradición, Pablo VI ha asociado a aquella escena el Concilio Vaticano II. “Aquella antigua historia del buen samaritano ha sido el ejemplo y la norma según la cual se ha regido la espiritualidad de nuestro Concilio”[vii]. Hoy, cuarenta años más tarde, tenemos la tarea de continuar esa actitud de servicio; y para ello es necesario un acto propiamente teologal. Ello nos salvará de dos peligrosos extremos.

En primer lugar, es verdad que al mundo le hace falta una dosis de alegría profunda (gaudium) y de férrea esperanza (spes), pero la aplicación conciliar no puede ser ingenua. Este, nuevamente con palabras de Pablo VI, sabía que “al hacer su juicio sobre el hombre, se ha ocupado más de la contemplación de su aspecto dichoso que del desgraciado. Su juicio ha sido conscientemente optimista”[viii]. De hecho, una inmensa mayoría de fieles, no podría decir qué palabras siguen a aquellas que inician la constitución sobre la Iglesia en el mundo actual (Gaudium et spes). Sin estar ausentes, tristeza y angustia (luctus et angor) han quedado relegadas. Es preciso entonces leer el concilio con estas advertencias[ix].

En segundo lugar, la incuestionable experiencia de la miseria humana no ha de suscitar en nosotros ni la condena ni la desesperanza. Al contrario, se reclama una verdad no exenta de caridad. Más aun, esta palabra amorosa y liberadora que constituye nuestro aporte, es también dura; pero dura porque llena de esperanzas. Así, según dijera E. Stein, “el amor es exigente porque ve en sus posibilidades”.

Hoy, siglo XXI. Lo teologal reclama la encarnación, la concreción ‘de cada día’. Ya parecemos habituados a las guerras, y algo similar comienza a ocurrir con los desastres naturales. El pánico por los atentados terroristas (N. York, Madrid, Londres) no presagia un inminente fin, y una vez más escuchamos –de ambos bandos- invocar a Dios como justificante. La palabra se vacía de sentido, y las pulidas declaraciones internacionales contrastan con los hechos. El dominio de la técnica permite como nunca antes la productividad mundial, y la globalización nos facilita las mediaciones...sin embargo, siguen las muertes por desnutrición y las carencias educativas. Hoy, en el concierto de las naciones, se cuestiona la eficacia de la ONU. En nuestro país se ha quebrado la cultura del trabajo; y como sabemos, la corrupción ha echado profundas raíces. Es frecuente la impunidad de la prepotencia, del piquete y de la inseguridad. Nos cuesta la memoria histórica, el debate de ideas, el respeto por las instituciones. En síntesis, hoy nos cuesta la vida política. La ciudad de Bs. As. está sucia, y da pena recorrerla de noche. Como lo denunciara nuestro obispo, descubrimos la ‘tracción a sangre’ humana –e incluso infantil-, y quedamos sin aliento al observar a nuestro futuro inhalando pegamento. ¿Cómo no perder el equilibrio? ¿Cómo no claudicar abandonando nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra caridad? Al mundo de hoy, como al de ayer y al de mañana, le falta Evangelio. Por eso proclamamos con la Vigilia Pascual y la Escritura, la intuición del Año santo 2000: “Cristo ayer, hoy y siempre” (Hb 13,8).

Así vistas las cosas, no será estéril reflexionar desde la etimología de la palabra mundo. En latín, mundus como sustantivo también puede significar “atavío de mujer”, y como adjetivo cosas tales como “limpio, nítido, adornado, elegante, refinado, delicado, bello”. La concepción fundante se corrobora desde el griego, en el que kosmos significa “orden, decencia, adorno”, y de allí deriva cosmética. Experimentamos aquí una brecha. Hemos perdido contacto contemplativo y asombrado con la creación. Al situarnos en el centro hemos resultado defraudados por nuestra condición herida; y claro está, nuestra conciencia moral ha avanzado –al menos en la formulación- respecto de los antiguos. Con todo, persiste la llamada a hacer del mundo ese espacio atractivo del cual nadie quiere quitar la vista. Recordamos la paradojal actitud de Dios en el pasaje de Ezequiel.

Creemos que a la mirada teologal le corresponde trazar puentes. En otras palabras, le toca hacer un itinerario regenerador. Partiendo de una visión negativa de mundo–como a veces la presenta Juan-, habrá de llegar al embelesado canto de las lenguas latina y griega. En ese recorrido hay signos (Jn 2,11) que orientan y anticipan, pequeñas semillas (Mt 13,32) que cobijan nuestras grandes certezas. Sólo es cuestión de percibirlos, y allí juega el interior: “Felices los limpios de corazón porque ellos verán a Dios” (Mt 5,8). La sincera congoja y el nutrido funeral de Juan Pablo II, el perdurable ejemplo de Teresa de Calcuta, el nene que le dice al papá que lo quiere, la señora que en una ciudad tan amurallada como la nuestra abre su casa para que sea bendecida, dos novios andan tomados de la mano, cada domingo de sol... No todo es opresión y calamidad ¡Dios es Señor de la Historia!

La mirada teologal es mirada en tensión, mirada de la transfiguración, y por eso, ella misma transfiguradora. Con ella se respira en simultáneo pasión y gloria, y viene sólo como regalo. En efecto, la mirada teologal surge del don de la sabiduría a modo de corona teologal. Desde el antiguo Testamento (Is 11) la sabiduría, como vida del Espíritu, “es participación en la capacidad de Dios y de ver y decidir sobre las cosas tal como realmente son (...) La sabiduría es participación de esa clarividencia de Dios sobre la realidad”[x]. No por nada se dice, que ‘sabio (sapere) es aquel a quien las cosas saben (sapore) como son’.

A modo de cierre, y muy a tono con nuestra cultura de la imagen, proponemos una pintura recapituladora: el Cristo de Port Lligat de Dalí, inspirado en el dibujo de S. Juan de la Cruz. La mirada de Jesús se da en perspectiva, desde lo alto y a una cierta distancia. Sin embargo, toda su humanidad está volcada hacia el mundo, y la cruz –cuyo fin se pierde- se supone empotrada en la Tierra que redime. En la parte superior abunda la oscuridad, mientras que en la inferior contrasta el colorido y la bonanza de los hombres. Así ha de ser la mirada teologal, desde el madero que asume la noche y deja paso a la luz. Nuestra existencia, y con ella nuestra religión, es drama. Drama que se hace presente de modo especial en el culto: anualmente en el Triduo santo, semanalmente en el domingo, diariamente en la eucaristía. Y dado que el culto verdadero es la vida misma, nuestra lectura de los acontecimientos debiera estar transida por esta lente pascual. Esto significa, que a cada paso podríamos ser testigos y protagonistas de innumerables muertes y resurrecciones; como si permanentemente actualizáramos el responsorio litúrgico: éste es el misterio de nuestra fe / anunciamos tu muerte Señor y proclamamos tu resurrección, hasta que vuelvas.


-¿Qué mundo?
- El mundo de hoy
- ¿De qué color?
- Color Pascua

Notas

[i] Lit. de las Horas, Himno de Vísperas, jueves IIa semana.
[ii] Tomás de Aquino, Sent. III, 35, 1, 2.
[iii] Goethe, carta a Herder (10-11.11.1786). Citado por Pieper, en Heideggers Wahrheitsbegriff, S.W. Bd. 3, Felix Meiner Verlag, Hamburg, 1995; 195.
[iv] E. Zurro, en: L. Alonso Schökel/J.L. Sicre Díaz, Profetas II, Madrid, Ed. Cristiandad, 1987, 731.
[v] Desde un símbolo análogo como es el escuchar, comentan Mateos – Barreto: “La pertenencia a la verdad precede al hecho de escuchar la voz de Jesús y es condición para ello. Hasta el último momento recalca Jn su gran principio: para escuchar y dar adhesión a Jesús se requiere una disposición previa de amor a la vida y al hombre”; Comentario al Ev. de Juan, Cristiandad, Madrid, 1979; 777.
[vi] T.S. Eliot, Four Quartets, Burnt Norton I: “…human kind/ cannot bear very much reality”.
[vii] Pablo VI, Discurso de clausura del Concilio ecuménico Vaticano II, 7 de diciembre de 1965.
[viii] Pablo VI, id.
[ix] Una vez concluido este trabajo, nos topamos con la siguiente afirmación de González de Cardedal: “El Concilio Vaticano II es anterior a Nietzsche, sigue prendido en el entusiasmo de la modernidad, cree en la bondad natural del hombre tal como la fe, la conversión y el alma nacida del evangelio la han pensado; no acabó de creer en los abismos de la inhumanidad y en las tinieblas que el pecado crea ni en la barbarie que el hombre puede instaurar cuando se constituye en medio y medida de la creación; no pensó hasta el fondo lo que las dos guerras mundiales habían significado no sólo bélica sino moralmente; contó con que el programa humanista de Feuerbach y Marx se afirmariá definitivamente”; La entraña del cristianismo. Secretariado Trinitario, Salamanca 2001, 304.
[x] Ratzinger, El don de la sabiduría, en id. Teoría de los principios teológicos, Herder, Barcelona, 1985; 429.

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