lunes, 9 de marzo de 2009

Eremos

La cuaresma abarca los cuarenta días previos a la pascua. Es un tiempo privilegiado en el que intentamos hacer la misma experiencia de Jesús, que pasó cuarenta días en el desierto.

El evangelio (Mc) nos dice que fue "impulsado" por el Espíritu. Más literalmente podríamos traducir "arrastrado", "empujado". Hay en el verbo una cierta violencia que no es más que la violencia, la irresistibiliad, del amor. Jesús se deja conducir por el soplo estimulante del Espíritu.

Pero la estadía de Jesús en el desierto es mucho más que un dato histórico, aunque ciertamente lo es. Es más bien un anticipo de su ministerio, del desierto que lo acompañará en la agonía y en la pasión.

Como buen israelita, Jesús va al desierto con la historia de su pueblo a cuestas. Va de algún modo a compenetrarse con esa experiencia fundante de cuarenta años en camino hacia la tierra prometida. En efecto, el desierto es para Israel la imagen de un pueblo peregrino en tránsito a la libertad. Sin embargo el símbolo es más complejo. El desierto tiene una doble faz. Por un lado, es lugar de la prueba: temperaturas extremas, soledad radical, tentación de desesperar... todo lo accidental queda a un lado para encontrarnos con la propia verdad. El desierto es en el fondo, el lugar donde caen las máscaras y donde ya no corre la mentira. Por otro lado, el desierto es el lugar del encuentro íntimo, de la revelación total. Fue en el desierto que Yahvé dio a conocer el decálogo como signo y sello (memorial) de la alianza. Es en el desierto, en las afueras, donde el Dios esposo conquista a su elegida. "Por eso, voy a seducirla, la llevaré al desierto y le hablaré al corazón" (Os 2,16). A la voz de Oseas se suma la del profeta Jeremías: "De ti recuerdo tu cariño juvenil, el amor de tu noviazgo; aquel seguirme tú por el desierto, por la tierra no sembrada" (Jr 2,2).

Jesús va entonces al desierto a hacer una experiencia honda y variopinta. Va además a clarificar su propia identidad y su misión. "Quién soy? ¿Hacia dónde voy?". Es necesario retirarse para escuchar tanto la voz -el gemido- interior, como la voz del Padre. Y así, desde la confluencia perfecta entre conciencia y mandato, encarar con decisión lo venidero.

Dice el Evangelio que Jesús fue tentado por Satanás. Ciertamente, la manifestación más fuerte (y sombría) de la hostilidad del desierto la encontramos en la figura enigmática y oscura de Satán. Él concentra la lucha contra el mal que Jesús viene a librar, y que no está dispuesto a evadir. Hoy día corremos el riesgo del doble extremismo: la exageración del poder demoníaco al punto de la obsesión, y la minimización burlona, superficial, e ingenua, del "misterio de iniquidad". En medio de estas posturas se levanta la espiritualidad clásica, la de todos los que tienen algo de camino hecho en la vida del Espíritu. Ellos reconocen que Satanás sale al cruce y que su influjo puede causar estragos. Pero también saben ellos, los santos y maestros, que Jesús lo ha vencido de manera definitiva, y no hay motivos para tener miedo.

Esto nos permite ingresar mejor en el misterio de Jesús. Él no va al desierto como un autista, a desentenderse del resto. Va al desierto a gustar en su carne la tentación, a ser probado, y a experimentar la fragilidad de la condición humana. Se trata de un camino de solidaridad con el hombre caído. Desde la debilidad se abre en comunión a todas nuestras luchas cotidianas, y en él, nos permite tener parte en su fortaleza.

Marcos nos dice que Jesús "vivía entre las fieras y los ángeles lo servían". Frente a aquella figura inquietante de Satanás aparecen las figuras luminosas, cándidas y serviciales de los ángeles. Y así logramos apreciar a Jesús, cual nuevo Adán, en una creación reconciliada; es un paisaje de armonía cósmica, de señorío universal: lo más bajo (fieras) y lo más alto (ángeles) acreditándolo como mesías (Is 11; 35).

Junto al desierto de Israel y el desierto de Jesús, está el desierto de la Iglesia; nuestro desierto. El desierto sigue siendo una realidad muy actual. Ya hace mucho, un pensador con rasgos proféticos como F. Nietzsche, pronunciaba palabras de tremenda vigencia. "El desierto crece". Y de vez en cuando nos ronda la sensación de que, efectivamente, no ha dejado de crecer. Esta intuición filosófica es mucho más que una proclama nihilista de corte intelectual. El desierto (metafísico, si se quiere) no queda recluido a la biblioteca, sino que afecta la existencia, los afectos, el espacio vital. Benedicto XVI, en su primera homilía como papa, dijo una frase hermosa y profunda: "los desiertos exteriores se multiplican en el mundo, porque se han extendido los desiertos interiores".

Está el desierto del sinsentido, del amor no correspondido, de los niños de la calle, de los abuelos solos, de los dementes en los psiquiátricos, de la agresividad en los modos, de las múltiples ofertas de evasión, etc. Y uno teme seguir para no ser tachado de (o no terminar siendo) pesimista. Pero acá llega la clave. Nosotros vamos al desierto "con Jesús". No somos kamikazes, no enfrentamos al mal ingenuamente, sino con la humildad y la confianza de los hijos de Dios. También nosotros vamos "impulsados por el Espíritu". Nos atrevemos al desierto porque nos lleva de la mano el que ya venció al tentador.

Concluyendo, dos pensamientos: 1. La primera tentación a sortear en esta cuaresma es la evasión del desierto, resistir ese espacio de lucha espiritual. Hacerlo, por pereza, desconfianza, o lo que sea, sería entegarse a la derrota antes de empezar. 2. La cuaresma fue desde siempre para los cristianos un tiempo fuerte de conversión. En épocas de menos facilidades cumplía las veces de un prolongado retiro espiritual. Hoy que las posibilidades están más a mano cabe plantear la necesidad (para todo cristiano) de un retiro anual: un día, un fin de semana, o el tiempo que cada uno pueda dar. Lo importante es no escatimar los medios necesarios para volver al centro y encontrarnos una vez más con el Dios que nunca se cansa de buscarnos.

No hay comentarios: