domingo, 8 de marzo de 2009

Transfiguración 2009

Con el horizonte de la pasión, la Iglesia nos presenta anticipadamente la tensión propia de la vida de fe. 

Pero no lo hace en abstracto ni dejándonos huérfanos. Ante todo, nos presenta un modelo creyente: Abraham, "nuestro padre en la fe" quien ya anciano salió de su tierra "sin saber adónde iba". Es el hombre de la promesa, el que se aferra a la Palabra de Dios "esperando contra toda esperanza". En el relato de Gn 22 lo vemos enfrentado a una experiencia límite. Es un drama mayúsculo no exento de oscuridades. Es como si nos internáramos en el misterio mismo de Dios; las paradojas nos salen al paso y no nos parece lícito evadirlas. 

El crescendo es desgarrador: "Toma a tu hijo, a tu único, a Isaac, al que tanto amas". La entrega de lo más preciado, del retoño en plena vejez.Y Abraham responde una y otra vez, incluso cuando probado al extremo, con la expresión del discípulo: "Aquí estoy". Él es toda disponibilidad y obediencia, y por más que lo intentemos, no descubrimos en él ni el más mínimo asomo de rebeldía. 

"Tenía fe, incluso cuando dije, ¡qué desgraciado soy!" (Sal 115,10). Este verso del salmo nos sirve como puente al Evangelio. 

La fe cristiana no es un salto al vacío, no es un absurdo. La fe cristiana apela a una lógica superior, a una convergencia de sentido que genera credibilidad. Hay indicios, razones, que invitan y animan a la fe. El episodio de la transfiguración es una de esas pistas que permanecen como mojones luminosos en el ambiguo itinerario vital.   

Jesús toma consigo a tres apóstoles, sólo tres, y los conduce a un monte. El monte, lo sabemos, es un símbolo universal del espacio sagrado. En la altura de la montaña nos sentimos más cerca del Altísimo, y en la proximidad con el cielo nos parece que acariciamos la esfera divina. Pero llevó a tres: Pedro, Santiago, y Juan. No que fueran necesariamente los más virtuosos, sino simplemente los amigos, los elegidos. De hecho, Pedro es famoso por su carácter impetuoso, mientras que Santiago y Juan -no por nada- eran llamados "hijos del trueno". Es decir, no se trata de un derecho adquirido meritoriamente, sino de una gracia que hay que saber compartir. "Gratis recibieron, den también gratuitamente".

La transfiguración es un cambio de figura: meta-morfosis, dice el texto griego. En un instante sale a la luz lo más hondo de Cristo, la divinidad latente y casi siempre ignorada. La blancura como sinónimo de la santidad avasallante, incontestable. La nube, sombra del Altísimo, es la presencia del Espíritu. Y la voz caudalosa, tan ensalzada en los salmos de Israel, es la presencia del Padre. O sea, la Trinidad toda acreditando, respaldando, a este carpintero como Hijo de Dios. 

Es una profundización, una inteligencia nueva e insospechada (intus-legere: leer dentro) en la identidad de Jesús. San Marcos nos dice que Pedro experimentaba temor. Evidentemente, no el temor de espanto sino el temor reverencial, el que lo embarga a uno ante la experiencia de lo sagrado. A tal punto que, Pedro desea quedarse allí indefinidamente: "Hagamos tres carpas". Efectivamente: "¡Qué bueno es estar aquí". Podríamos traducir, qué bello, qué verdadero, qué real es esta experiencia. Qué fantasioso e inconsistente me parece todo lo demás al lado de este momento de gloria. (No por nada "gloria", en hebreo -kabod-, alude a un cierto peso, gravedad, densidad ).

Jesús oye a Pedro pero no puede seguirle el juego. Es preciso "bajar" del monte y volver al llano. Aquí descubrimos el descenso como imagen sintética de la pasión, del anonadamiento de Cristo. ¿Qué sentido tuvo esa experiencia? Es una vivencia fugaz pero destinada a ser atesorada en la memoria del creyente. Es una ayuda para la futura prueba: cuando lo vean humillado, escupido y maltratado, entonces tendrán de dónde agarrarse. Ellos tres podrán dar testimonio de que, contra todo lo que se ve, esta persona es el mesías. 

Qué fundamental para nuestra vida el saber amasar interiormente, y dejar leudar, esos momentos de intensa comunión con el Maestro. El saber buscar un hilo conductor, una mirada creyente a la propia vida. No comprendernos como secuencias aisladas e inconexas sino como un todo continuo que encierra un sentido a descifrar.  

Finalmente, y para no confundirnos, el fin de la pascua es la Vida. Jesús mismo les manda guardar silencio "hasta la resurrección de los muertos". Es decir, tenemos que tener claro que estamos hechos para la Vida y que Jesús es Señor de la Vida.

MODELOS creyentes y MEMORIA creyente. Una dimensión más comunitaria y exterior; otra más histórica e interior. Pero ambas de la mano, ambas llamadas a complemetarse e iluminar el -no hay que negarlo- exigente camino de la fe. Así, "si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? ¿quién nos condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, el que murió, más aún, el que resucitó, está sentado a la diestra de Dios e intercede por nosotros?" (Rm 8, 31. 34).  Paz y bien. 

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