sábado, 7 de abril de 2012

Dejen que los niños

Dejen que lo presente. Agustín no llega a los tres años y concurre a la parroquia desde que estaba en el vientre de su madre. Desde entonces no ha faltado ningún domingo. Forma parte de la tropa de feligreses más perseverantes. Es evidente que no lo entiende todo, pero sí capta lo esencial: que esa casa es de Dios, que el sacerdote está haciendo algo importante, que es bueno guardar silencio y no molestar, que dentro de esas cuatro paredes no hay nada que temer. Resumiendo: Agustín en miembro activo de la comunidad. Participa a su modo; corretea durante la misa, se hace sentir, pero nunca gritando ni abusando de su libertad. Incluso, cuando termina la misa, tiene la delicadeza de acompañar al sacerdote en su procesión de salida al atrio; y lo lleva de la mano, no sea cosa que se olvide el camino.

Agustín en 2011

Ocurrió durante el via crucis. Los jóvenes lucían sus disfraces y los mayores avanzaban compungidos. En el medio estaba Cristo: espigado, sangrante y con la cruz a cuestas. Los soldados romanos le hacían sentir su autoridad. Ellos lo golpeaban una y otra vez mientras María y las otras mujeres observaban con impotencia. Los chicos del barrio abrían los ojos y registraban cada detalle. Las antorchas por encima de sus cabezas completaban la escena. Entre las meditaciones y los cantos llegaban los ecos de una blasfemia, de un quejido o de un sollozo. Entonces ya no aguantó más. No se pudo contener. Agustín tuvo que enseñarnos que eso estaba mal. En el colmo de la sensatez grito: “No le peguen más”. Su débil voz apenas llegó a los oídos de su padre, pero la pureza de su corazón rasgó la noche y atravesó las nubes. Qué bien lo oyó el Padre del cielo. Cuánto le agradó esa piedad inocente y cristalina, certera y profética.

“Dejen que los niños se acerquen a mí y no se lo impidan, porque el Reino de Dios pertenece a los que son como ellos. Yo les aseguro: el que no recibe el Reino de Dios como niño no entrará en él” (Mc 10,14-15).


Mandamos a los niños a la escuela, dice Dios.

Creo que para olvidar lo poco que saben.

Mejor haríamos en mandar a la escuela a los padres.

Ellos sí que lo necesitan.

Pero, naturalmente, haría falta una escuela mía.

Y no una escuela de hombres.


Creemos que los niños no saben nada.

Y que los padres y los adultos saben algo.

Pero Yo os digo que es al contrario.

(Siempre es lo contrario)


Son los padres, los adultos, los que no saben nada.

Y los niños los que lo saben.

Todo.


Pues saben la inocencia primera.

Que lo es todo.

Ch. Péguy, El misterio de los santos inocentes

1 comentario:

Anónimo dijo...

Qué belleza! qué belleza que salva (es decir que SANA)...y enseña.
cor ad cor