miércoles, 4 de abril de 2012

Miércoles Santo 2012

El pasaje de san Mateo que la Iglesia proclama el miércoles santo revela una escena de máxima tensión. Las horas corren y se acerca el final. En la intimidad de la cena Jesús deja ver sus sentimientos: algo de tristeza, quizás también decepción.
Hay un verbo que se impone. Judas ha puesto en marcha su decisión de entregar al Maestro. Es una traición, un golpe por la espalda, una estocada que hace abuso de confianza. Judas es uno de los Doce. Es un elegido. Su llamado fue fruto de un amor de predilección que maduró en aquellas largas vigilias de oración de cara al Padre. No, no fue un error. Y sin embargo, he aquí la oveja que parece perderse.
El dramatismo de la entrega de Judas no tiene que confundirnos. Porque esa entrega se inscribe en el marco de otra entrega más honda: la del propio Jesús que se ofrece a sí mismo. “Cuando iba a ser entregado a su pasión voluntariamente aceptada” (Plegaria Eucarística II). Jesús pone su vida en nuestras manos y es así como nosotros, cual niños traviesos, cebados, nos sentimos importantes malgastando el don precioso que nunca merecimos.
De todo esto se desprende un pensamiento consolador. Si Judas, si cada uno de nosotros llegamos tan lejos, es porque nuestro hermano mayor así lo permite. Hacemos diabluras, es verdad. Pero ellas no tienen la última palabra. Tampoco la primera. Por delante y por detrás, Cristo anticipa y envuelve. Él es alfa y omega, principio y fin. Nuestros golpes le duelen, ciertamente. Pero prima ese amor inexplicable por el cual se puso a tiro y por el que ahora elige permanecer. Lo suyo es un servicio, una misión. Así lo vislumbró durante siglos la profecía de Isaías, que hoy se presenta como primera lectura:
“Cada mañana, él despierta mi oído para que yo escuche como un discípulo. El Señor abrió mi oído y yo no me resistí ni me volví atrás. Ofrecí mi espalda a los que golpeaban y mis mejillas, a los que me arrancaban la barba; no retiré mi rostro cuando me ultrajaban y escupían” (50,5-6).
No se vuelve atrás por elección, por amor. Y eso es lo que desarma nuestras rabietas. No somos más que unos mocosos pataleando. Él lo soporta y espera, paciente, hasta que ya cansados de llorar y golpear, rendidos y doblegados por una misericordia tan larga, nos entreguemos al ansiado abrazo del perdón.

No hay comentarios: