jueves, 17 de abril de 2014

Misa de la Cena del Señor 2014

Cuando leemos los evangelios, vemos que la vida de Jesús gira en torno a su Hora. Para nosotros, “hora” suena a reloj, a agenda. Vienen a nuestra mente actividades y compromisos, probablemente cargados de una cierta ansiedad. Pero en el Evangelio se trata de una hora vital: lo que se quiere señalar es el vértice de la existencia, el sentido de todo y la conciencia de la propia misión. En definitiva, cuando Jesús habla de su Hora responde al “¿para qué nací?” (cf. Jn 18,37).  

Desde el principio él está orientado hacia su Hora. La espera, la deja madurar y hasta por momentos se contiene por respeto a los tiempos de Dios. Pero hoy sabe que la Hora llegó. San Juan nos lo dice y así entendemos la atmósfera de la última cena: grávida de una solemnidad gozosa pero también de una responsabilidad para nada ingenua. Sí, llegó la Hora de amar. “Él, que había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin”. Acá está la síntesis del misterio de Jesús: amó (y nos sigue amando) hasta el extremo, es decir, sin reservas de ningún tipo. 

La pascua empieza con la cena, que nos revela el amor como clave de lectura de todo lo demás. No es una introducción prescindible sino pieza esencial. Si falta el jueves santo no es raro que la pasión degenere en un dolorismo patético. La pascua es amor. Jesús es amor. Pero un amor mayúsculo que “supera todo lo que podemos pensar” (Ef 4,7). Éste es el amor que queremos contemplar y celebrar en estos días santos.

M. I. Rupnik

Hoy Jesús anticipa su pascua en dos gestos bien expresivos: el lavado de pies y la eucaristía. El lavado descoloca. Jesús, el Maestro, se levanta de la mesa y realiza una acción propia de los esclavos. De este modo nos enseña que el amor es despojarse y abajarse en libertad, es decir, de corazón. Pero hay más. Porque lo de Jesús es mucho más que un servicio doméstico. Su lavado va más allá del polvo de las calles de Jerusalén. Su lavado es un bautismo en el que se ahogan nuestros pecados. No confundamos ese gesto sublime con un amor meramente horizontal: a nuestros pies está el Hijo de Dios. Su lavado es servicio de santificación. Es el baño de bodas que el Esposo regala a su novia, la Iglesia, para que sea “santa y pura, sin mancha ni arruga” (Ef 5,27). El diálogo con Pedro nos enseña que sólo será discípulo quien se deje lavar: “Si yo no te lavo, no tienes parte conmigo”.

A la purificación del baño sigue la mesa de la eucaristía. Aquí Jesús se torna más explícito. Anticipa su entrega en el pan y en el vino: se hace alimento por nosotros, por amor. Lo mismo que el cordero pascual, también su carne pasa por el fuego. Sí, es el fuego de amor del Espíritu quien perfecciona su sacrificio. Y su sangre, que sella la Nueva Alianza, blanquea nuestros corazones (Ap 7,14). Hace siglos dijo un poeta: “Lávate en la sangre de Cristo, que, siendo roja, tiene la virtud de teñir a las rojas almas de blanco” (J. Donne).  Misterio de una entrega descomunal que llegó para quedarse. La eucaristía es permanencia de una entrega cuya fecundidad quiere seguir vigente “hasta el fin”. Presencia abreviada y escondida, muchas veces ignorada. 


Uno y otro gesto culminan con un mandato: “Hagan esto”. La cena no es teatro ni nosotros espectadores. Somos discípulos: contemplamos y celebramos porque queremos “tener parte”. Queremos involucrarnos y Jesús cuenta con nosotros. Él espera que a través nuestro siga vivo el anuncio del misterio del amor de Dios. Hagan esto en el templo y en la calle; en la misa y con los pobres. Sirvan al Cristo de la hostia pero también al Cristo que sufre en el hermano. Hoy lavamos los pies a nuestros ancianos, como signo de veneración hacia una generación que merece mucho aunque a menudo recibe poco. En ellos honramos a todos los hombres, en especial a los sufrientes, cuya carne es la de Cristo mismo: “cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo” (Mt 25,40).

Lavado y eucaristía hablan de un amor escandaloso, ciertamente “locura de Dios”. ¿Tiene sentido tanta entrega? ¿Era necesario un descenso tal? Aquí también vale la frase de san Agustín: “Dame un corazón que ame y entenderá lo que digo”.  Agua y sangre que purifican y dan vida. Agua y sangre que horas más tarde brotarán del costado del Salvador (Jn 19,34). Jesús: no permitas que jamás nos apartemos de esta fuente bendita de misericordia. Amén.


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