domingo, 28 de junio de 2015

La hija de Jairo y la hemorroísa (Mc 5,21-43)

She seems to have an invisible touch

Este domingo se nos proponen dos episodios entrelazados, fiel reflejo de la vida: dinámica, compleja, fascinante. La historia es una trama de infinitos hilos en la que nuestra mirada acaba perdiéndose. Personas, lugares, momentos, hechos... santidad y pecado alternan la partida y las más de las veces reina el desconcierto. No pocos asumen que este panorama variopinto es sinónimo de caos y confusión. Algunos incluso postulan la fricción como motor de la historia. El cristiano, en cambio, sabe que todo eso no es más que un tapiz admirable, que ciertamente nos supera. Formas y colores se conjugan dando lugar a una belleza superlativa. Aquí reside la Buena Noticia: La historia tiene sentido. Dios la gobierna con inefable sabiduría y ella avanza no por el conflicto sino al ritmo del amor. ¿Cómo lo sabe? Simplemente lo cree. Es verdad que lo ha vislumbrado en algunos destellos de lucidez. De vez en cuando nos es dado atar cabos y comprender. Pero la certeza no viene primariamente de la evidencia sino de la confianza en el Padre de todos los siglos.


Ese salto entre lo que se ve y lo que se cree conlleva, inevitablemente, una cierta polémica. La fe madura aprende a sobrellevar ese dato; sin violencia ni ingenuidad. Las objeciones se alzan una y otra vez. Tu hija ya murió; ¿para qué vas a seguir molestando al Maestro? Ni siquiera Jesús queda exento de la prueba. En una de las frases más tristes del Evangelio, san Marcos anota: Y se burlaban de Él. El acto de fe es indefenso por naturaleza. Y debe afrontar las provocaciones como él mismo, a su modo, es provocador. 

Concentrémonos ahora en la mujer que padecía flujos de sangre. La curación se da de manera anónima. Sólo ella y Jesús lo advierten. Cuántas cosas hermosas, cuántas gracias y milagros quedan ocultos en el secreto de Dios. Qué poco sabemos del curso de la historia. Advirtiendo el hecho,  Jesús se detiene y pregunta con toda seriedad: ¿Quién me tocó? No teme el ridículo. ¿Ves que la gente te aprieta por todas partes y preguntas quién te ha tocado? Jesús parece fuera de lugar, casi fuera de la realidad, pero en verdad es quien mejor parado está. El hombre de fe conoce bien este tipo de incomprensión.

Jesús contempla la multitud, sin ansiedad, con la paciencia de los mansos. Espera que la ignota mujer dé un paso al frente con el mismo calor con que el padre de la parábola oteaba el horizonte en busca de su hijo pródigo. Mientras tanto soporta el coro de ilustrados que esgrimen sus torpes evidencias. Pasan los siglos y la escena es la misma. La reacción primera de los discípulos -et tu Brute?, había dicho César- no es el asombro sino ceñirse a una mirada carente de poesía. El racionalismo estrecho no concibe la trascendencia. Simplemente no la imagina. ¿Qué clase de inteligencia es aquella que tan sólo bordea la superficie, incapaz de leer dentro (intus-legere)?

Al fin la mujer se descubre. Ella lo había tocado. Con pudor no exento de audacia. Como le gusta a Dios. ¿Y el resto? No todo contacto salva, sino sólo aquél que expresa la fe. Jesús se deja tocar de mil maneras: en la tangibilidad de sus sacramentos, en el filo de su Palabra, en la carne de sus pequeños... Mas la cercanía física no es suficiente. Es el eterno dilema del fariseo que todos llevamos dentro. "Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano... Les digo que éste bajó justificado, y aquél no" (cf. Lc 19,8-14). Cuando toco a Jesús, es decir, cuando comulgo o me confieso, cuando me arrodillo en el santuario o le sonrío en la calle: ¿soy sincero? ¿hay encuentro real? Procuremos no ser nunca autómatas de la religión.


La hija de Jairo y la hemorroísa nos hablan de la vida amenazada. En el primer caso la amenaza tiene rasgos fulminantes. En el segundo se trata de una asedio gradual. Como sea, cada una se encuentra envuelta en un drama. También aquí hay lugar para la Buena Noticia: Dios no ha hecho la muerte ni se complace en la perdición de los vivientes (Sb 1,13). El secreto consiste en vivir en comunión auténtica con el Señor de la vida. Precisamente lo que el sacerdote pide en cada misa: "Jamás permitas que me separe de ti". 

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