jueves, 13 de abril de 2017

Cena del Señor 2017

La Iglesia nos introduce en el triduo pascual celebrando la Cena del Señor. El estilo de san Juan evangelista nos hace mucho bien. Su tono es cálido y solemne a la vez; quizás por eso su mirada puede revelarnos la intimidad del cenáculo sin perder un sano sentido del pudor. Por él nosotros estamos allí, con los discípulos, participando de sus sentimientos, que son los nuestros, algunos torpes y otros sublimes.

En el centro de esta tarde está el amor. "Sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin" (Jn 13,1). Qué admirable es la conciencia que Jesús tiene de su hora. Qué lucidez para mirar de frente el tramo final de su existencia. El amor es ojo, decía un cristiano medieval. Pidamos como primera gracia no negar la realidad sino asumirla con humildad y coraje, sabiendo que no estamos solos –nunca estamos solos– sino siempre bajo la mirada cariñosa del Padre eterno.


El lavado de los pies es una escena ordinaria y majestuosa, como el mismo Jesús, que es hombre y es Dios. Con un gesto sencillo y profundo el Maestro nos enseña la lección suprema del amor. Hablamos tanto del amor y, sin embargo, qué poco entendemos. Por eso vale la pena contemplar a Jesús que en medio de la cena se levanta. Se levanta para abajarse. Y se quita el manto como quien renuncia libremente a lo que el mundo entiende por dignidad. Se quita el manto obligándonos a mirar más allá de las apariencias. “El que quiera ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos” (Mc 9,35). Jesús predica con el ejemplo. En el reino de los cielos el más grande es el que sabe ser el más pequeño. La verdadera autoridad no sigue la lógica de la fuerza ni la del prestigio sino la del amor, que se inclina sobre las llagas en silencio, sin alarde, sin preguntar quién, ni cómo ni por qué. Cuánto necesitamos todos de la medicina del amor paciente, generoso, humilde y sincero.

Jesús condensa su misión en el lavado de los pies, que es tarea propia de los esclavos. “El Hijo del hombre no vino a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por una multitud” (Mc 10,45). Recordémoslo una vez más: su servicio no reside en el sufrimiento como tal sino en ese amor suyo tan insólito, que genera primero incomprensión, luego escándalo y finalmente rechazo. No pensemos solamente en Pilato, los escribas y los sumos sacerdotes. ¿Acaso no somos todos un poco como Pedro que resiste el amor humilde de Jesús? Perdón, Señor, por las veces en que te hacemos frente, por las veces en que nos defendemos de tu amor cuando en verdad lo necesitamos tanto. Hoy queremos dejar de lado nuestro orgullo y aceptar agradecidos tu amistad tan delicada, la que nos rescata una y otra vez de todas nuestras locuras.


Junto con el ejemplo del amor fraterno Jesús nos regala en esta cena la eucaristía. Es el mismo abajamiento, el mismo misterio de amor servicial pero ahora expresado de forma ritual. En el pan y el vino se hace presente la entrega de Jesús; su cuerpo partido y su sangre derramada. Esa sangre que nos lava el alma porque es la del cordero inocente, la de aquel que se ofrece manso y libre como ninguno. Ese cuerpo que nos da pertenencia y nos hace familia porque nos saca de la auto-referencialidad que tanto nos daña y nos arraiga en el corazón de la Iglesia y de la misma Trinidad.


El signo eucarístico es fuerte: Jesús se hace alimento para dejarse comer en la certeza de que su muerte es vida para los demás. Por eso acercarse a la mesa del altar es entrar en la escuela de la eucaristía como escuela de renuncia al egoísmo. Comulga bien quien entiende que ya no vive para sí; ni siquiera comulga para sí, sino por y para otros, para el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia y que sufre en tantos hermanos. Comulga bien quien entiende que comulgar es dejarse asimilar por Cristo, asumiendo su estilo despojado al punto de llegar a ser lo mismo que consumimos: cuerpo que se parte como pan que fortalece y sangre que se derrama como vino que sabe a fiesta.

En la cena está la clave de la pascua: el amor es sin doblez. Jesús nos llama a ser discípulos de una sola pieza: en la calle y en el templo, en el trabajo y en el culto. “Cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo” (Mt 25,40). Hoy recibimos un doble mandato: servir en silencio y celebrar con gratitud. “Que el hombre no separe lo que Dios ha unido” (Mc 10,9).

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