domingo, 2 de abril de 2017

El precio de la VIDA

Según pasan las semanas el camino cuaresmal gana intensidad. Primero el deseo, luego la ceguera y ahora la muerte. Jesús asume el drama del hombre para revelarse sucesivamente como el Agua, la Luz  y la Vida. No da lecciones sino que se encuentra con personas concretas, entablando diálogos y dejándose afectar por las necesidades de los demás. Jesús se involucra; lo que no siempre podemos decir de nosotros mismos. Muchas veces rehuimos el cara a cara salvador, el mismo que desnudaría nuestras miserias pero que también nos daría una alegría que nada ni nadie nos podría quitar.


El evangelio de hoy narra un episodio clave en la vida de Jesús, un signo denso que dice mucho sobre su pascua. Para ello es preciso prestar atención a la inminencia temporal (última fase de su misión), la cercanía espacial (Betania dista sólo 3 kilómetros de Jerusalén) y, sobre todo, la centralidad de lo que está en juego (la gloria de Dios, el duelo entre la muerte y la vida, la humanidad y la divinidad de Jesús).

La inexplicable demora del Señor, que no responde de manera inmediata al pedido de sus amigas, echa luz sobre tantas situaciones cotidianas en las que sentimos la ausencia de Dios. Por la fe confiamos en que su pasividad tiene un sentido que sólo más tarde se volverá evidente. Pero es importante saber que esa evidencia puede no llegar en esta vida sino recién en la otra (Newman). En cierto sentido, Jesús introduce a las hermanas de Lázaro en la experiencia que él mismo habrá de soportar. Dios mío Dios mío, ¿por qué me has abandonado?


La muerte es el límite por antonomasia y encima trae un sabor amargo. Huele a derrota porque es el salario del pecado. La reacción de Marta y María es disímil, lo mismo que sus temperamentos. Marta sale al cruce, María permanece en la casa; Marta se enoja, María se deprime; pero las dos coinciden en una certeza: Señor, si hubieras estado aquí mi hermano no habría muerto. Jesús se ocupa de ambas, pero tratando a cada una con sus respectivas singularidades. A Marta le ofrece la Verdad, mientas que a María le ofrece el Amor; con Marta dialoga, con María llora. De ambas reclama la fe: María lo hace sin palabras, postrándose lo dice todo; Marta, en cambio, necesita verbalizar. Por eso recibe de labios de Jesús la pregunta esencial: ¿Crees esto? Y ella responde con audacia: Sí, Señor, creo.


Jesús cumple con autoridad la profecía de Ezequiel: él abre las tumbas y nos hace salir de ellas, nos devuelve a la vida por el poder de su Palabra y la efusión de su Espíritu. Pero la muerte no es sólo dejar de respirar sino vivir sin Dios. Por eso también hoy nos cabe escuchar como Lázaro el imperativo salvador: ¡Sal fuera! ¿Queremos en verdad salir? ¿Queremos enfrentar la putrefacción de nuestro corazón? Hay cosas dentro nuestro que huelen mal y por eso nos tienta el dejarlas ocultas bajo llave, haciendo como que no existen, en una suerte de pacto macabro con la muerte. Nos ahorramos la pestilencia, es verdad, pero ¿a qué costo? Cuánto más lúcido es el salmista, cuando dolido ruge desde las entrañas: Desde lo más profundo te invoco Señor. Los cristianos somos los resucitados que, aquí en la tierra, nunca terminamos de resucitar. Respiramos la gratitud de haber sido rescatados pero también sabemos que no siempre damos paso al Espíritu de Dios. 

La resurrección de Lázaro es también la resurrección de sus hermanas y amigos. Todos gozan de la vida nueva porque todos han tenido parte en ella. Jesús no juega en solitario sino que asocia generosamente. Por eso pide a otros que lo desaten. Lázaro necesita de la Iglesia para ser un hombre nuevo. No se vuelve de la tumba sin convalecencia, y ahí está la Iglesia madre, solícita con sus hijos que quieren recuperar los reflejos de niño largamente entumecidos.


Resta un detalle que es a la vez inicio y consumación de este último gran signo. Yendo a Betania y levantando su perfil con el milagro, Jesús se pone a tiro de sus perseguidores. La vida de Lázaro sella la muerte de Jesús. He aquí la lección: vivimos la vida que Jesús entrega. Y si gozamos de la luz es porque el Hijo de Dios se ha sumergido en la noche por nosotros.

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