jueves, 18 de abril de 2019

Jueves santo 2019

San Juan evangelista nos dice que, llegada la hora, Jesús amó a los suyos “hasta el fin”, hasta el extremo, hasta el colmo. Nos amó de un modo insuperable, como nadie pudo jamás haber imaginado. Él mismo dice que “no hay mayor amor que dar la vida por los amigos”. En el centro de la pascua está la libertad del Hijo de Dios. “Nadie me quita la vida sino que la doy por mí mismo. Tengo poder para darla y poder para  recobrarla”. Celebramos el amor fuerte de Jesús que no sólo es muerte sino también resurrección. Y el desafío de la vida es entender que su pascua es mi pascua. Como dice san Pablo: “me amó y se entregó por mí”.

La noche bendita de la última cena Jesús nos dejó dos signos. Nos hizo dos regalos para que pudiéramos entrar en su misterio. El primer signo es el lavado de pies. En un gesto por demás elocuente el Maestro se despoja de sus vestiduras, de su dignidad, y se inclina para limpiar los pies a sus discípulos. El hecho parece sencillo, ordinario, y en verdad lo es. Pero a la vez supone una revolución. La autoridad es servicio, es amor humilde que se abaja para cuidar de los demás. El Creador se ubica a los pies de la creatura para devolverle su inocencia. Jesús no especula. Se da por entero. El lavado de pies es el bautismo que todos necesitamos: purificación y consagración. Jesús no se escandaliza de nuestra suciedad, de nuestros malos olores, sino que se aboca con infinita ternura sobre nuestros pies llagados. [Como cuando éramos chicos y papá o mamá nos bañaban. Era uno de los momentos más lindos del día y lo disfrutábamos tanto nosotros como ellos]. Pedro se resiste porque no entiende. Y la verdad es que nosotros tampoco entendemos mucho. Cuántas veces reaccionamos como él, un poco altivos, como si supiéramos, como si fuéramos suficientemente grandes, como si no necesitáramos de un buen baño de perdón.


Jesús hace la tarea del esclavo, realiza el trabajo ingrato de pagar en silencio, con su propia vida, por nuestros pecados. Ocupa el lugar del maldito, del excomulgado, muere como un delincuente, para que nosotros podamos volver a sentarnos a la mesa del Padre.

El segundo signo es la eucaristía. Jesús se hace comida y bebida por y para nosotros. Él anticipa su ofrenda en el pan y el vino. La anticipa y la perpetúa. Desde esa noche y por siempre Jesús está presente en el sacramento del amor. Él se entrega libremente, sin oponer resistencia. Él es el cordero sin mancha ni defecto. En la intimidad de la cena desnuda el sentido último de su misión: cuerpo entregado, sangre derramada. Y el sacrificio sigue vigente. La ofrenda no caduca sino que permanece fresca en cada altar. Celebrar la misa es entrar en la pascua, comulgar con Jesús, con su amor generoso, que no sabe de mezquindades. Pero eso compromete. Por eso nos mandó: “Hagan esto en memoria mía”. Celebrar la eucaristía es entrar en la dinámica pascual de vivir para los demás, es renunciar a ser el centro, morir al egoísmo, entendiendo que sólo encuentra su vida quien la pierde por Jesús.

El lavado y la cena son dos puertas por las cuales entramos a un mismo misterio. Por un lado, el amor fraterno sólo persevera si come y bebe a Jesús. Por otro, el culto verdadero sólo es real cuando se prolonga en la caridad cotidiana. Por eso que el hombre no separe lo que Dios ha unido. Que podamos siempre contemplar estos dos regalos como una invitación a un amor sin fisuras, o sea, a una comunión que mira al cielo con los pies bien anclados en la tierra.


Qué bien nos hace meditar el misterio de la cena del Señor. ¡Cuánto nos quiere Dios! Sin embargo, todavía no hemos dicho algo fundamental. La entrega de Jesús se da en un marco de gratitud. Jesús no simplemente toma el pan y lo parte, signo de su propia muerte, sino que antes da gracias. Y eso lo celebramos en cada misa. En el centro de la pascua de Jesús no está el sufrimiento, sino la alabanza al Padre. La agonía en el huerto es dura, los latigazos duelen horriblemente, las burlas causan tristeza… pero nada supera la misteriosa alegría de estar en conformidad con la voluntad del Padre. Ese es el secreto de Jesús. Un secreto que Él sigue gritando a los cuatro vientos. Por eso una ofrenda sólo es propiamente cristiana cuando nace y culmina en la acción de gracias, en la eu-caristía.

Señor Jesús gracias por lavarnos los pies. Gracias por quedarte en nosotros en la eucaristía. Gracias por hacernos sentir tu misericordia que nunca se avergüenza de nuestros pecados. Gracias por hacerte alimento y bebida. Gracias por rescatarnos. Gracias por ser el sentido de nuestras vidas. Gracias por ocupar nuestro lugar. "¿Con qué pagaré al Señor todo el bien que me hizo? Alzaré el cáliz de la salvación e invocaré el nombre del Señor".

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