domingo, 5 de abril de 2020

Ramos 2020

En la semana santa celebramos el momento culminante de la misión de Jesús. Es lo que el Evangelio de Juan llama “la hora”, en singular, como si no hubiera otra. Tiempo de gracia para el cual el Hijo de Dios se hizo carne en las entrañas de María virgen. Tiempo de revelación en que Jesús nos muestra cuánto nos ama el Padre. Todos conocemos instancias cruciales en las que se juega la verdad de una misión. En estos días le toca a Jesús. Por eso el relato de la pasión está marcado por una pregunta recurrente: ¿Eres Tú?

El lugar de esta prueba es Jerusalén, que se encuentra a unos 750 metros por encima del nivel del mar. Somos invitados a subir con Jesús a la ciudad santa. Y sin embargo, paradójicamente, el ascenso a la gloria de la resurrección está marcado por descensos bruscos. La liturgia nos lo advierte de entrada. Los próximos días habremos de enfrentarnos con lo más bajo de la historia: no sólo el sufrimiento físico sino la miseria moral, no sólo la de otros sino principalmente la nuestra. Pablo lo entendió bien: “Me amó y se entregó por mí” (Ga 2,20). El descenso a los infiernos forma parte de la vuelta a la casa del Padre. “Me gloriaré más bien de todo corazón en mi debilidad, para que resida en mí el poder de Cristo… porque cuando soy débil entonces soy fuerte” (2 Co 12,9-10).

Que la hora de Cristo sea nuestra hora. Que su camino sea nuestro camino. No tengamos miedo a las caídas, a los golpes, a las humillaciones. Su misión era asumirlas desde la inocencia. La nuestra es hacerlo en la verdad de nuestros pecados. Judas lo traicionó. Pedro lo negó. El resto lo abandonó. ¿Y nosotros? ¿Qué diremos?  ¿Que somos mejores? ¿Que no nos escandalizaremos? Conociéndonos, lo más sensato será guardar silencio y rezar, como sugiere Jesús: “porque el espíritu está dispuesto pero la carne es débil” (Mt 26,41).


El domingo de Ramos vemos a Jesús aclamado como Rey. Será bueno entonces preguntar: ¿quién se lleva hoy mi admiración? ¿Quién me puede? “Donde esté tu tesoro, allí estará tu corazón” (Mt 6,21). Y más allá de lo formal, de lo verbal… ¿qué espero de Jesús como Rey? Porque la misma ciudad que lo aclamó fue la que lo crucificó. Unas pocas horas bastaron para transformar la euforia en indiferencia, cuando no en animosidad. “No son los que me dicen «Señor, Señor», los que entrarán en el reino de los cielos” (Mt 7,21). Existe una distancia entre lo que celebramos y lo que vivimos. Experimentarlo es una gracia. En el fondo no es hipocresía sino inmadurez. Por eso no se trata de celebrar menos sino más y mejor, conscientes de nuestra pobreza. Celebramos la pascua de Jesús para entrar más hondo en su amor. Y para eso damos el primer paso entrando en Jerusalén.

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