domingo, 20 de abril de 2025

Vigilia Pascual 2025

Ciclo C – Evangelio: Lc 24,1-12

 

 

En vísperas de viernes celebramos la cena del Señor: el gozo de la Hora, el lavado de pies y el mandamiento del amor, la eucaristía y el sacerdocio. ¡Cuánta luz! Jesús anticipaba el misterio de su entrega con palabras y gestos sencillos, pero a la vez algo enigmáticos para nosotros. Luego vino la pasión: la agonía del huerto, el sueño de los íntimos y la traición del amigo; las acusaciones falsas, los golpes y las burlas; la furia de la masa, el pragmatismo de Herodes y la tibieza de Pilato; la condena, el camino al Calvario y la Cruz. Y la homilía terminó así: “nos amó hasta el fin” (Jn 13,1). 

 

En vísperas de sábado celebramos la muerte del Señor: desnudo y llagado, elevado para el morbo, aunque también, como una advertencia para todos aquellos que se atreven a desafiar el pensamiento único. Un don nadie: despreciado y humillado. Un bandido más; peor aún, un blasfemo. Siente sed y le dan vinagre. Pero en todo ese mar de violencia encuentra la ternura de su madre, la fidelidad del discípulo amado y la compasión de unas pocas mujeres. Finalmente entiende que todo está cumplido, que todo ha ocurrido según el designio del Padre. Y expira: entrega el espíritu con una confianza que logra conmover la dureza de un soldado romano curtido en mil batallas. Luego la lanza en el costado, el descenso y la sepultura. La Iglesia nos invitó a la postración y al silencio. En la vida hay que saber callar. Y esperar. Aunque entendamos poco o nada. Y la homilía terminó, nuevamente, así: “nos amó hasta el fin” (Jn 13,1).

 

En vísperas de domingo, ahora mismo, estamos celebrando la resurrección del Señor: la piedra está removida y el sepulcro vacío. A Jesús no lo vemos, al menos por el momento, pero las mujeres que fueron nos dicen que recibieron el anuncio de que Él está vivo. Y acá empieza nuestra hora, nuestro partido. Jesús ya dijo, hizo y sufrió todo. No se guardó nada. Se partió por nosotros, como María de Betania había en su momento quebrado para él un frasco de valioso perfume. Comentando ese gesto profético, Juan evangelista escribió: “Y la casa se colmó con la fragancia del perfume” (Jn 12,3). Nosotros decimos: la Iglesia se colmó, se inundó, con la gracia de la pascua. La oscuridad del pecado y de la muerte ha sido vencida por la luz del amor. Ese amor vulnerable, ridiculizado por los sabios y los poderosos de este mundo, tiene finalmente la última palabra. 

 

El punto es si queremos darle la última palabra. Ése es nuestro partido. En un primer momento los apóstoles se negaron a creer. Lucas tiene una expresión fuerte, única en toda la Escritura: “les pareció que deliraban” (Lc 24,3). ¿Es un delirio creer que Jesús resucitó? Tendríamos que discutir primero qué entendemos por sensatez. Lo cierto es que ellos ni siquiera van al sepulcro a corroborar el relato de las mujeres, cosa que sí hace Pedro. Entonces digamos de entrada que negarse a verificar los hechos no parece muy razonable. ¿Pero por qué no van? ¿Temen acaso que la novedad de la resurrección los obligue a reconfigurarlo todo? También nosotros podemos caer en esa postura descreída, que en el fondo es miedo a ilusionarse en vano. Quizás no reneguemos abiertamente de la fe, pero puede que vivamos un cristianismo mediocre, de baja intensidad, donde la falta de compromiso nos ahorraría –eso creemos– sufrir un desencanto. Pero la tibieza es peor. Porque así quedamos defraudados de nosotros mismos, víctimas de nuestra propia mezquindad.



En este año jubilar de la esperanza queremos ponernos en camino, como las mujeres, que salen de madrugada movidas por el amor; como Pedro, que tras vacilar un instante se levantó, corrió al sepulcro y contempló con admiración el testimonio silencioso de las sábanas. Todo es signo para el que conoce el lenguaje del amor divino. Queremos renovar nuestra fe. Queremos apostar fuerte por Jesús y su Iglesia, que muchas veces no está a la altura, es verdad, pero que sigue siendo nuestra Madre, la que nos engendró por el Bautismo y nos alimenta con la Eucaristía; la Madre que en estos mismos días sufre persecución abierta en tantos lugares, sin que nadie lo publique: aproximadamente 1 de cada 7 cristianos sufre a causa de su fe –en Nicaragua, en China, en África, en la India, y en muchos otros lugares. En todos esos cristianos maltratados o asesinados se prolonga la pasión de Cristo; y también su resurrección. 

 

Cristo venció la muerte. Y quiere vencerla en mí, en vos, en todos los hombres. Cada uno de nosotros tiene su cementerio interior, esa zona abandonada, lúgubre y oscura, de donde surge un vaho nauseabundo. Una zona clausurada y remachada, que aparentemente no tiene remedio. Cuántas veces intentamos en vano llevarle algo de luz, y no pudimos. Pero Jesús sí puede y quiere. Como repetía magníficamente el Pregón Pascual que cantó el padre José: ésta es la noche. Ésta es la noche de la nueva creación, la noche en que Jesús hace nuevas todas las cosas (cf. Gn 1; Ap 21,5). Ésta es la noche en que se inmola el verdadero cordero pascual, cuya sangre consagra los corazones (cf. Ex 12). Ésta es la noche en que somos rociados por el agua pura del Espíritu Santo (cf. Ez 36,25). Sí: “ésta es la noche en que Cristo rompió los lazos de la muerte y subió victorioso de los abismos” (PP).

 

Padre, no nos dejes caer en la tentación de la desesperanza, de la nostalgia que asegura que todo tiempo pasado fue mejor. Enciende la luz de tu Hijo Jesús en cada uno de nosotros; la luz de la fe, de la esperanza y del amor. Ese amor loco y débil que es la suprema fuerza y la suprema sabiduría (cf. 1 Co 1,18-25). “¡Qué admirable es tu bondad con nosotros! ¡Qué inestimable es la predilección de tu amor: para redimir al esclavo, entregaste a tu propio Hijo!”(PP); que nos amó hasta el fin (Jn 13,1).

jueves, 17 de abril de 2025

Jueves Santo 2025

En esta hora de gozo hacemos memoria agradecida del servicio de amor de Jesús.

 

Gozo de la Hora 

Llegamos a esta celebración habiendo caminado una Cuaresma intensa. Fue una experiencia de desierto, como la de Israel. Conocimos mejor nuestros pecados, es verdad, pero también conocimos mejor la misericordia de Dios. Y eso importa más. Por eso en nuestro corazón late el gozo de la Hora. Una Hora inmerecida pero real. Una Hora que es ante todo de Jesús, pero que nosotros sentimos como propia, porque somos sus hermanos. Y porque todo lo suyo tiene resonancia universal. 

 

El evangelista empieza su narración con el tono solemne que lo caracteriza: “… sabiendo Jesús que había llegado su Hora de pasar de este mundo al Padre…”.(1) La Hora nos habla de su destino, su meta, la razón de su vida, el sentido último de su misión. Más adelante se lo dirá a Pilato con toda claridad: “para esto he nacido, para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad”.(2) Jesús está en llamas:(3) una eternidad esperó este instante, en que finalmente podrá revelar las profundidades del Misterio del Padre. 

 

Pero esta Hora de luz es también la hora del poder de las tinieblas.(4) No sólo lo dice Jesús en la pasión de Lucas, que escuchamos el domingo de Ramos, sino que hoy nos lo recuerda Juan: la traición de Judas fue inspirada por el demonio.(5) Es así nomás: la Hora implica una contienda, un encuentro dramático entre la luz de Dios y las tinieblas de este mundo. No tenemos ninguna intención de darle prensa al Maligno, sino tan sólo registrar la seriedad de lo que se juega en la Pascua. En un mundo incrédulo, que únicamente valora lo que se ve, tenemos que decir las cosas como son. Y hacemos nuestras las palabras de san Pablo: “nuestra lucha no es contra enemigos de carne y sangre, sino contra… los espíritus del mal”.(6)

 

Está muy bien luchar contra la inflación y la pobreza: eso es economía. Está muy bien luchar contra el cáncer y la enfermedad: eso es medicina. Está muy bien luchar contra el analfabetismo y la ignorancia: eso es educación. Pero la madre de todas las batallas, la que está detrás de todas esa luchas nobles, es la que Jesús encara en esta Hora: la lucha contra el pecado y la muerte segunda: eso es redención. Tal vez nos hagamos los distraídos, pero en el fondo lo sabemos de sobra. La humanidad puede mucho por sí sola, sin duda, pero no tiene respuestas para el mal que anida en el corazón. Sólo Jesús puede triunfar en medio de la oscuridad diabólica. Y lo hace del modo más insólito. 

 

 

Servicio del amor

Podemos imaginar el desconcierto de los discípulos, cuando Jesús “se levantó de la mesa, se sacó el manto y tomando una toalla se la ató a la cintura”.(7) El Maestro los tenía acostumbrados a novedades, pero nada como esto. Y entonces ocurrió. Jesús empezó a lavarles los pies, inclinándose ante cada uno de ellos. El Rey-Mesías hecho un esclavo. El Creador del universo doblado ante su creatura; esa creatura que tantas veces lo ignoró, la misma que confundida en su soberbia pensó que grandeza es sinónimo de autosuficiencia. 

 

Con este gesto sencillo pero fuerte, Jesús nos enseña a todos que la autoridad es servicio. Un servicio que nace del amor. Y como dice san Juan de la Cruz, “el que anda en amor, no cansa ni se cansa”. El amor es fuerte, es libre y es audaz. No piensa en el qué dirán, sino que sale al encuentro del hermano tirado al costado del camino. 

 

Pedro se escandaliza de ver a Jesús limpiando su mugre. Quisiera ahorrarle la penosa tarea, como si dijera: mis pecados son míos. En su resistencia también hay algo de vergüenza y de orgullo herido. Pero Dios insiste porque sabe que solos no podemos. Necesitamos su perdón, que es la única puerta que lleva a la paz.

 

Jesús da el ejemplo para que hagamos lo mismo con los demás. El amor cristiano se traduce en obras concretas, delicadas, donde el otro nunca es un número, un caso, sino un hermano, un rostro donde asoma el misterio de Dios. Pero el lavado no es sólo el origen de un mandamiento, sino también una verdadera profecía. El agua nos habla del bautismo, más aún, del Espíritu Santo; y el abajamiento, de su muerte en Cruz. En este gesto oculto de servicio doméstico Jesús adelanta el servicio de la redención del mundo.  

 


 

Memoria de la gratitud

La noche santa de la última cena, Jesús no sólo lavó los pies, sino que también instituyó la Eucaristía, dejándonos así la memoria viva de su entrega. En otras palabras: el Salvador no sólo se hizo esclavo por amor, sino que por amor también se hizo comida y bebida: cuerpo entregado, sangre derramada; pan que nutre, vino que alegra. No nos acostumbremos nunca a este milagro, a esta verdadera genialidad divina, que quiso que el acontecimiento único de la pascua estuviera siempre a nuestra disposición, por el ministerio de los sacerdotes. 

 

La comida está para ser consumida. Ese es su fin. Del mismo modo, la vida está para ser entregada. La felicidad no consiste en guardarse sino en donarse. Si lo pensamos bien, ya la lógica natural del sacramento nos dice que comulgar es entrar en una dinámica pascual: algo muere para que otros tengan vida. ¡Y cuánto más desde la lógica de la fe! Porque esta comida es Cristo mismo entregándose por nuestra salvación. No es un mero símbolo, sino un signo eficaz, que realmente nos une a la libertad del Hijo, que no regatea sino que se brinda por entero. 

 

Pero hay algo más: en Cristo, la muerte ofrecida no es muerte definitiva, sino un paso hacia una vida plena. “El que pierda su vida por mí la salvará”.(8) El milagro de la pascua, que se nos ofrece en cada Misa, es que la muerte no sólo engendra vida en otros, sino también en uno mismo. De allí la gratitud, la eucaristía que se respira en esta noche. Cristo da gracias al Padre, y en ese contexto se ofrece a los hombres, buenos y malos, sin distinción. Y nosotros damos gracias a Cristo, y con Él al Padre, por dejarnos entrar en su carne bendita, en su sangre pura y en su corazón inocente de cordero manso. Gracias Padre porque en la fe de la Iglesia la pascua de tu Hijo no es ayer sino hoy; y así experimentamos, día tras día, la verdad fundamental de nuestras vidas: “nos amó hasta el fin”, hasta el extremo.(9)

 

 



(1) Jn 13,1.

(2) Jn 18,37.

(3 Cf. Lc 22,15

(4) Cf. Lc 22,53.

(5) Cf. Jn 13,2.

(6) Ef 6,12.

(7) Jn 13,4.

(8) Mt 10,39; 16,25; Mc 8,35; Lc 9,24; 17,33. 

(9) Jn 13,1.

domingo, 13 de abril de 2025

Ramos 2025

Demasiado. Es demasiado. No sólo por la cantidad de palabras, sino por la densidad de misterio que encierran. Después de esta liturgia de la Palabra, quedamos abrumados, apabullados, sobrepasados. Hay tanto para digerir. Entonces uno se pregunta si la Iglesia, que es madre y maestra, experta en pedagogía, se equivocó. ¿Se equivocó la Iglesia ofreciéndonos más de lo que podemos asimilar? No, no se equivocó. Todo forma parte de su sabia pedagogía. Lo hizo a propósito. Quiere que comencemos esta Semana Santa experimentando nuestra pequeñez y lo abismal del misterio que nos disponemos a celebrar en estos días. Nuestro corazón, nuestra mente, acaban de atravesar un torbellino de emociones. Estamos conmocionados, si es que nos hemos dejado impactar, por todo lo que estos acontecimientos representan: la gloria y la cruz, la exaltación y el desprecio. Esto es la Pascua. 

 

Dos pensamientos más, y el resto que quede en el silencio, para que cada uno pueda en su casa, a lo largo de la semana, profundizar. En el evangelio del ingreso de Jesús a Jerusalén, Lucas nos dice que la gente iba quitándose los mantos y los ponía en el camino, para que Jesús avanzara pisándolos. Quitarse el manto es un signo de sumisión, es un reconocimiento de la majestad de este rey tan particular, que no viene montado a caballo, sino sobre un asno. Es un rey de paz, un rey que "viene en nombre del Señor". Y ahí está toda la diferencia: porque viene en nombre del Señor, viene como el que sirve. Esto trastocará nuestra expectativa mesiánica, nuestra idea de autoridad. Y porque será demasiado, terminaremos crucificándolo. Pero sabemos que la piedra descartada es, finalmente, piedra angular. Que esta Semana Santa podamos vivirla dejando nuestra vida, nuestra existencia, a los pies de Jesús. Es un gesto noble, un gesto de lealtad, porque el manto representa aquello con lo cual, no solamente cubro mi desnudez, no solamente me abrigo en el frío, sino que el manto es también un símbolo del lugar que ocupo en la sociedad. Puede ser destacado o anónimo, lo que sea: Señor, a tus pies. Que podamos ir como doblegando la rodilla, decía Pablo en la segunda lectura, para que todo el mundo diga “Jesucristo es el Señor”.

 

Humildad, entonces, para experimentar qué pequeños somos ante el misterio de Jesús. Y sumisión, reverencia, postración, adoración ante el único que merece semejante reconocimiento. 

 

Por último, una advertencia, que no la hago yo, la hace Jesús. Va para Pedro, pero en Pedro estamos todos. “Mira, Pedro, Satanás ha pedido autorización para zarandearlos como el trigo”. Si uno quiere de verdad entrar en el misterio de Jesús, entrar en el misterio de la Pascua, no puede ir ingenuamente. Se trata de un combate, un combate espiritual que pide reciedumbre; y mejor estar advertidos. Pero no estamos solos. Jesús le dice a Pedro: “Yo he rogado por ti”, he rogado y sigo rogando por ti, para que tu fe no desfallezca, para que tu fe no palidezca. En los momentos de tiniebla, más puede encenderse esa llama que nos fue regalada en el bautismo. Y sabemos, no solamente por la historia, sino por nuestra propia condición, qué frágiles somos. Sabemos que en estos días santos nos va a costar apostar por el Señor. ¿Seremos como Pedro que lo niega? ¿Seremos como Judas que lo traiciona? ¿Seremos como los soldados que hacen leña del árbol caído? ¿Seremos como aquellos que prefieren dormir cuando la consigna es velar? Y sí, por ahí somos un poco de todo, pero sobre todo somos discípulos amados. Y el Señor vino precisamente para eso. No para los fuertes, sino para los débiles; no para los sanos, sino para los enfermos; no para los justos, sino para los pecadores. Que sean día santos. Días de descanso, de familia, de encuentro… ¿por qué no?  Pero que no quede al margen el verdadero motivo de esta semana: el Rey, que entra a Jerusalén aclamado y termina crucificado. Sabemos, sin embargo, que ésa no es la última palabra.  Si estamos acá, después de dos mil años, con nuestros ramos en alto, es porque sabemos que la última palabra es suya. Palabra de vida, de amor y de reconciliación.