Hace unos días leí un párrafo del teólogo griego Ioannis Zizioulas, que me llamó la atención por su contundencia. Inobjetable. Me hizo pensar en el desafío que enfrentamos hace tiempo en nuestra diócesis, como en tantas otras: no reducir la caridad de la Iglesia a la provisión de comida o ropa, o, en el mejor de los casos, a la promoción social mediante la enseñanza de algún oficio. Por supuesto que todo eso es necesario y en muchos ocasiones urgente. Pero no debería excluir ni dejar en penumbras la otra gran dimensión de la caridad: compartir la fe, a Cristo mismo, que es el Pan vivo que sacia el hambre más radical, el hambre de comunión y eternidad, el hambre de vida en abundancia. Todo esto lo sabemos y quisiéramos mejorarlo. Pero sencillamente no logramos reaccionar. Que el Señor nos inspire la respuesta evangélica que corresponde.
Transcribo este texto en la memoria de san Cayetano, cuando el pueblo fiel se encomienda a Dios, a la Virgen y al santo patrono del pan y del trabajo. El mismo día en que, otro año más, sectores de la sociedad se valen de esta fiesta religiosa para -presuntamente- avanzar un casillero en su carrera política. Una cosa es preocuparse por los que menos tienen, reconociendo que se necesita ayuda de lo alto, y otra es mezclar el poder temporal con la piedad popular. Como yo lo veo, eso constituye una forma de usar el nombre de Dios en vano. Estaría bueno que se elevara al respecto una corrección fraterna o una denuncia profética.
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