lunes, 26 de octubre de 2009

Bartimeo 2009 (Mc 10, 46-52)

Bartimeo es un personaje querible y querido para los cristianos. De entre la multitud de los que se acercan a Jesús con sus dolencias a cuestas, el hijo de Timeo sobresale porque, gracias al detalle de Marcos, zafa del anonimato y pasa a ser alguien con nombre propio.

Con admirable concisión y sobriedad, el evangelista nos pinta toda la situación. Mendigo, ciego, sentado, y al borde del camino. Bartimeo constituye el prototipo del hombre marginado. La gente pasa, el tiempo pasa, la vida pasa, pero él sigue ahí: varado. Digamos lo obvio: sin perjuicio de la memoria histórica, el relato desborda la anécdota y presenta una imagen existencial.

Hay muchas formas de estar al borde del camino, lo mismo que hay muchas formas de ceguera. Están los excluidos a la fuerza y están los que se autoexcluyen. Unos y otros sufren en soledad y cargan la frustración de no ser familia, de estar relegados de la fiesta. No pocas veces encuentro ancianos olvidados, gente que después de toda una vida se conforma con decir que los suyos “están en muchas cosas”. ¿Qué son esas muchas cosas? Bueno sería volver a la célebre tablita de los mandamientos y reparar en el cuarto renglón: honra a tu padre y a tu madre.

Propongo otro ejemplo. Hay gente para quien la vida se vuelve amarga por la sencilla razón de que queda atrapada en su dolor. Ese dolor, a veces real y a veces maquinado, se vuelve una excusa para no seguir. Es el hombre encerrado en su drama, carente de trascendencia, privado de sentido y de la presencia de Jesús. Es el hombre que se da a sí mismo demasiada importancia, el hombre que se pone en el centro y pierde referencia, el hombre “medida de todas las cosas” vencido por su repliegue. A este hombre ‘ombligo del mundo’ le es imposible descubrir que, más allá de su miseria (moral, física, psicológica, o afectiva), Dios es siempre más grande.[1]

Es cierto que la fuerza de este pasaje evangélico y su imagen del camino, arraiga en la experiencia más elemental de la humanidad y se nutre de la literatura universal. Pero hay más. El cristianismo primitivo recibió el nombre de “Camino”, mientras que los cristianos eran llamados “los del Camino” (cf. Hch), seguramente por aquella solemne declaración de Jesús: “Yo soy el camino” (Jn 14,6).

El texto griego dice que Bartimeo escuchó que Jesús pasaba; o quizá mejor, que simplemente estaba allí. El hecho es que en su ceguera, Bartimeo no claudica. Pone en juego el talento –acaso el único- de que dispone. “Atribulados por todas partes, pero no abatidos; perplejos, pero no desesperados; perseguidos, pero no abandonados; derribados, pero no aniquilados” (2Cor 4,8-9); porque según el mismo Pablo, “Dios es fiel, y no permitirá que sean tentados por encima de sus fuerzas” (1 Co 10,13).

Ese talento es una perla, porque en la Biblia el oído es el principal de los sentidos. “Fides ex auditu” (Rm 10,17). La escucha que engendra la fe y la obediencia (ob-audire), la escucha que es por definición apertura y receptividad, inclusión y participación. Con ese verbo, y en un instante, germina un cambio notable. Bartimeo juega su carta y empieza a gritar. Es Cristo de camino y el ciego entiende la situación. Es su hora, su momento oportuno, su kairós. Comentando este pasaje, san Agustín confiesa: “temo a Jesús que pasa”.[2] Temo a Jesús que pasa ignorado, temo desperdiciar su presencia discreta pero real, temo provocar otra vez ese llanto de Dios, como aquel día sobre Jerusalén: “porque no conociste el tiempo (kairón) de tu visita” (Lc 19,44).

El grito de Bartimeo tiene doble valor. Primero, por lo que dice: “Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí”. Frase contundente que aúna la familiaridad del nombre propio, la majestuosa ortodoxia del título mesiánico, y la súplica humilde y sincera característica de los anawim –los pobres de Yahvé. No por nada esta sencilla fórmula prendió en Oriente, y perdura hasta hoy, como uno de los tesoros de la espiritualidad cristiana: modelo de toda oración, es repetida de manera serena y constante hasta llegar a ser el aliento mismo del alma.[3]

En segundo lugar, el grito de Bartimeo vale por el grito mismo. Se trata de un grito profético. Dice J. Vanier: “el sufrimiento de las personas es grande… Dios puede actuar en ellos y a través de ellos, con sus dificultades y neurosis, para que la comunidad crezca. A menudo su grito es profético. Los demás tienen que estar atentos y escucharlo”.[4] Precisamente esto último, escuchar el grito, es lo que no hacen los que rodean a Jesús en el evangelio. “Muchos lo reprendían para que se callara”. El núcleo del relato se desplaza entonces, imperceptible, de la vista al oído: la cuestión es si se sabe o no escuchar.

El pobre, con todas las variantes que ofrece la Biblia, estorba. Su grito lastima porque me saca de mi mundo de fantasía, y porque me llama a comprometerme en una alianza. “Este grito puede ser evidente, como el de los niños en Calcuta, los niños de la calle de Nueva York o el de las personas con una deficiencia física o mental. O bien puede ser más callado. La necesidad de la Iglesia, en el siglo VI, de oasis de oración; la necesidad de la Iglesia en el siglo XIII en Asís de comunidades cercanas a los pobres. Existe un grito callado en el corazón de Dios, en el corazón de la Iglesia y en el corazón de los santos, que es esta sed de dar vida. Y, en fin, existen las lágrimas ocultas de los ricos que se debaten entre su riqueza y el sufrimiento de su egoísmo, de su vacío interior, de sus ilusiones, de sus errores, de su pecado, y que buscan un sentido a la vida”.[5]

Los que seguían a Jesús, los que (físicamente) eran del camino, no tuvieron sobre Bartimeo una mirada providencial. No supieron ver en ese mendigo el grito mismo de Dios. “Cada vez que lo hicieron con el más pequeño…” (Mt 25,40). Triste realidad que no nos abandona a los cristianos. Justo los que deberíamos hacer de puente somos los que hacemos difícil el acceso a Dios. Cuidémonos de que el rebaño no degenere en turba, en masa inercial, cristianos tibios a quienes molestan las buenas obras. Porque para san Agustín –y esta es otra perspectiva interesante- el grito de Bartimeo no es tanto el del dolor cuanto el grito de la santidad que incomoda.[6]

“Pero él gritaba más fuerte”. Hay veces que se está tan bajo que ya no se puede bajar más. Entonces queda uno con su verdad. Verdad que libera y que lo hace a uno gemir sin vergüenzas. “La oración del humilde atraviesa las nubes” (Eco 35,17).[7] Bartimeo, firme en la oración, insiste, persiste y resiste. Es la actitud cristiana de esperar “contra toda esperanza” (Rm 4,18). Este grito imposible de sofocar, esta herida del hombre, denuncia –lo mismo que el santo- que se puede esperar algo más. Y en este inconformismo (Rm 12,2) insobornable, aunque la gente no lo entienda, hay algo de Dios. “Les aseguro que si ellos callan, gritarán las piedras” (Lc 19,40). Efectivamente, “nosotros no podemos callar lo que hemos visto y oído”. Sea en el quejido del sufriente, sea en la alabanza del místico.

“Jesús se detuvo”. Dios no es una voluntad ciega, una maquinaria inexorable. Dios es amor: “he visto la aflicción de mi pueblo, he escuchado el clamor ante sus opresores y conozco sus sufrimientos” (Ex 3,7). Y porque percibe, obra en consecuencia. Bajó en Egipto (Ex 3,8), bajó luego a los hombres (Flp 2,7), y ahora con Bartimeo baja la marcha. Contra toda especulación Jesús se fija y altera planes y pierde tiempo, sólo por uno. Ese uno lo vale, como lo vale la única oveja perdida para el pastor de la parábola (Lc 15,4).

Jesús lo manda llamar. Entonces los adláteres cambian de signo y cumplen su misión con palabras henchidas de gozo evangélico. “¡Ánimo, levántate! Él te llama”. ¡Cuánta luz en estas palabras! La comunidad otrora abroquelada se abre y hace ahora su anuncio eficaz. Acá hay un milagro (eclesial) escondido que precede y hace posible el de Bartimeo.

Se sabe la importancia que en la Biblia tiene el llamado como vocación y misión. No tenemos necesidad aquí de repasar toda la implicancia que tiene este verbo. Pero basta decir que se trata de un anticipo de eternidad. Bartimeo supo por un momento lo que significa estar “cara a cara” (1Co 13,12), solus cum Solo (Newman). Y lo sabe porque obedeció una invitación de la Iglesia. “Levántate”, que también significa, resucita (egeiro). Esta es la misión de la Iglesia: ser portavoz de Cristo y anunciar en imperativo –con la autoridad de su Señor– la resurrección.

Marcos aporta un detalle con miga. Al levantarse con energía y decisión, el ciego arroja su manto. Probablemente éste era su única pertenencia, y el lugar dónde guardaba las limosnas recibidas. Bartimeo acepta el despojo con tal de ir a Jesús. Se trata de un digno contrapunto respecto del hombre rico que acabó marchándose triste “porque poseía muchos bienes”.

Ahora están mirándose mutuamente. Y se miran que a Bartimeo le parece una eternidad. Jesús, humilde, como uno que no vino a ser servido sino a servir, pregunta: “¿Qué quieres que haga por ti?”. La misma pregunta le había hecho a los hijos de Zebedeo, y eso marca tendencia. ¿Es que de verdad sabemos lo que queremos? ¿Acaso no le cuesta al hombre contemporáneo conectarse con sus deseos mucho más de lo que él mismo cree? Si pudiéramos contestar limpiamente la pregunta de Jesús, habríamos dado un paso no pequeño.

Bartimeo no duda. Nos es fácil pensar que este ciego había esperado largamente este momento. La conciencia de su ceguera lo había hecho madurar. No lo llevó a un resentimiento sino a un mayor conocimiento de sí mismo y de sus deseos. “Maestro, que yo pueda ver”. La vista, en la Biblia, es hermana del corazón. Donde falla la vista, crece la vulnerabilidad y por tanto la inseguridad. Quien no ve está limitado, no puede formarse un juicio completo.

Jesús concede la gracia pero antes la atribuye a la fe. “Tu fe te ha salvado”. Lo que estaba en juego era más que un simple milagro. El milagro fue más bien un fruto visible de un proceso más hondo y abarcador. La salvación… ¿qué poco corre el término por estos días?

“En seguida comenzó a ver y lo siguió por el camino”. Todo apunta al seguimiento y todo culmina allí. Seguirlo es todo en la lógica del evangelio. Seguir es ser cristiano cabal y animarse a compartir la misma suerte de Jesús. Ahora Bartimeo está en la caravana. Pero mientras de los otros sólo se decía que “acompañaban” a Jesús, de él podemos decir más: lo siguió por el cammino.



[1] Deus semper mayor (S. Ignacio de Loyola); 1 Jn 3,20

[2] Sermón 88 (PL 38)

[3] El “hesicasmo” de los padres del desierto –de hesequía: serenidad, silencio, soledad interior y unión con Dios- delineó un método de oración. Una de sus prácticas, sino la principal, consiste en la repetición de la súplica de Bartimeo. Cf. H. Mugica, Kyrie eleison 41.

[4] La comunidad, PPC 2000, 66.

[5] La comunidad, PPC 2000, 100.

[6] “¿Qué es, hermanos, gritar a Cristo, sino adecuarse a la gracia del Señor con las buenas obras? Digo esto, hermanos, porque no sea que levantemos mucho la voz, mientras enmudecen nuestras costumbres. (…) ¿Quién es el que grita a Cristo? Quien desprecia el mundo, llama a Cristo (…) Llama a Cristo quien reparte y da a los pobres… quien escucha y no se hace el sordo —vendan sus bienes y den limosna; háganse bolsas que no se desgastan y acumulen un tesoro que inagotable en el Cielo (Lc 12, 33)— como si oyese el sonido de los pasos de Cristo que pasa. Al igual que el ciego, clame por estas cosas, es decir, hágalas realidad. Que su voz esté en sus hechos. Comience a despreciar el mundo, a distribuir sus posesiones al necesitado, a tener en nada lo que los hombres aman. Deteste las injurias, no apetezca la venganza, ponga la mejilla al que le hiere, ore por los enemigos; si alguien le quitare lo suyo, no lo exija; si, al contrario, hubiera quitado algo a alguien, devuélvale el cuádruplo”, Sermón 88, 12-13 (PL 38).

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