miércoles, 21 de octubre de 2009

Migaja sacerdotal 2

Dicen que un sacerdote que se acerca a un enfermo grave huele a muerte. No pocos lo rechazan como si su sola presencia los catapultara al más allá. Pero al fin, ¿no es eso lo que todos deseamos?

Puestos a morir -y de esa no se salva nadie-, ¿qué mejor que una referencia a la eternidad? La unción da ocasión para hacer un acto de fe en el Resucitado. De manera que la muerte puede empezar a ser un parto hacia la plenitud. "Ya no habrá más muerte, ni pena, ni queja, ni dolor" (Ap 21,4).

* * *

Con todo, es justo reconocer que a pesar de no ir de riguroso negro, la presencia de un sacerdote en el sanatorio, y estando ya cerca de la medianoche, no podía resultar precisamente alegre.

Una llamada al servicio sacerdotal de urgencia me había llevado hasta ahí. Junto a la cama de Elba se erguía un joven muy joven. Rígido en su postura y glacial en su mirada. Pelo negro (largo y liso), remera negra, pantalón negro. No se sentía cómodo con la situación. Sus ojos y su mandíbula reflejaban una tensión inocultable.

Lo invité a rezar, y me dijo, casi sin abrir la boca, que él no sabía. Entonces empecé. Serena y pausadamente iba a recorriendo las fórmulas del ritual, mientras mi acompañante y otra enferma intercalaban tímidas respuestas. Rezaba por Elba, pero también por ese hijo suyo. Sabía que él necesitaba de esa oración tanto como su madre. [La unción es un sacramento de onda expansiva]. La Iglesia pone las palabras justas para expresar dolores y miedos. Con la delicadeza del Espíritu se bordean las más diversas variantes: súplica y arrepentimiento, sanación y acción de gracias, agonía y eternidad.

Leo seguía lejano, imperturbable, o quizás peor, desafiante. En determinado momento decidí posar mi mano sobre su hombro; como quien no le da mayor importancia, siguiendo con las oraciones y evitando la mirada. Quería generar algún tipo de comunión, quería hacerle sentir que estaba de su lado, que Dios no lo abandonaba. Y entonces pasó lo admirable. Esa fortaleza empezó a ceder: un ligero temblor primero, unos ojos vidriosos después.

Y Dios lo tocó. Como despedida nos fundimos en un abrazo, y se animó a llorar mientras me daba las gracias. Como quien gustó del vino bueno, quería más. Sabía que ese momento había sido sagrado para él y su mamá. Había entendido que hay asuntos que sólo se atraviesan de cara a Dios.

Al día siguiente me llamó a la parroquia. Elba había muerto. Intenté ofrecerle unas palabras de consuelo (1 Tes 4,8) a la vez que repasábamos lo vivido la noche anterior. Estaba conmovido y agradecido. Tenía la convicción de que Dios había asistido a su mamá. En su modo de hablar, tan cerrado y poco dispuesto a transmitir emociones, llegó a decir: “fue magnífico”.

Y yo pienso: lo magnífico es que él, con la mamá todavía sin enterrar, haya podido decir esa palabra. Al fin y al cabo, con la mirada puesta en el Padre del cielo, los dos convergemos en esa palabra tan materna porque muy mariana: MAGNIFICAT anima mea Dominum (Lc 1,46).