miércoles, 13 de marzo de 2013

Francisco I

No quiero terminar el día sin escribir algo. ¡Bienvenido Francisco! Te recibimos en la fe, en la esperanza y en la caridad. 

Esta mañana, en la Misa pro eligendo Pontifice, pedíamos a Dios, con toda la Iglesia, "un pastor que te agrade por su santidad y que nos guíe y acompañe con paternal solicitud". Los católicos, que creemos en el misterio del señorío de Dios sobre la historia, aceptamos esta elección con mirada sobrenatural y reconocemos al nuevo Papa como un don que Jesús hace a su Iglesia. 

En este caso, la decisión de los cardenales ha recaído sobre un rostro familiar. Conocemos su barrio, sus maestros, su jerga, sus talentos y también, ¿por qué no?, sus límites. Las cualidades humanas son la base con la que Dios cuenta, no su frontera. También acá vale la imagen bíblica del barro y el alfarero. Y el cambio de nombre no es en vano. Significa una nueva misión y una nueva identidad. En estas horas tenemos que dejarnos sorprender por el Papa Francisco, o mejor, por lo que el Espíritu pueda obrar en él.

Al rezar Vísperas, el salmo 138 me ayudó a captar el momento. El misterio del hombre que está desnudo ante Dios; el hombre pecador pero amado, el hombre formado prodigiosamente, artesanalmente, el hombre que reconoce a su Creador y se admira de todos sus designios, el hombre que se entrega y se confía para dejarse conducir. Este Adán es Francisco: complejo en su riqueza y en su lucha por la santidad. No es un fruto del azar sino alguien querido por Dios, preparado lentamente, con cariñosa paciencia, para asumir el desafío de esta hora señalada. 


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