jueves, 28 de marzo de 2013

Jueves santo 2013


La homilía de hoy tiene dos partes. Una parte oral y otra parte gestual. En las cosas de Dios, gestos y palabras siempre van de la mano. 

1
La primera lectura nos recuerda de dónde venimos. Somos parte de un pueblo que en tiempos de esclavitud conoció la liberación de Dios porque creyó. Cuando se le mandó celebrar una comida ritual, lo hizo. No exigieron garantías: simplemente creyeron. Se reunieron en familia, eligieron a un cordero, macho, joven y sin ningún defecto. Luego lo sacrificaron y usaron su sangre como protección. Esa sangre era señal de obediencia y comunión con los designios de Dios. Era confianza en la acción gratuita del Señor y no en los propios méritos. Año tras año, durante siglos, Israel celebró esa pascua solemne. Pascua hermosa pero incompleta. Era sólo el inicio, el boceto de algo más perfecto. 

Rembrandt - Le bœuf écorché (1655)

2
En Jesús los cristianos reconocemos la pascua verdadera. ÉL es el cordero de Dios: macho, joven y sin ningún defecto. Ya no un animal, ajeno a todo, sino un hombre que, libre, consciente y voluntariamente entrega su vida. Más aún: hombre y Dios que derrama su sangre para liberarnos de la peor de las esclavitudes; que es el pecado. Este misterio es tan grande que Jesús lo pone a disposición de todos los hombres. No podía quedar reservado a unos pocos. Es verdad, ocurrió en Jerusalén bajo Poncio Pilato, pero Jesús quiso condensarlo en la eucaristía para que fuera accesible a todos, cualquiera sea la época o el lugar. Eso es lo que hoy celebramos: que Jesús anticipó su pascua y la perpetuó bajo la forma de pan y vino. “Hagan esto en memoria mía” (1 Co 11). Con este mandato de la última cena, no sólo se instituye la eucaristía sino también el sacerdocio. Jesús sigue presente y activo entre nosotros a través de los sacramentos. Para descubrirlo sólo hace falta fe. “Creo Señor, aumenta mi fe” (Mc 9,24).  


3
Sin embargo, todo esto sólo tiene sentido como misterio de amor. “Sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin” (Jn 13,1). La última cena representa un climax de amor. Estamos ante una intensidad que nos supera; va más allá de nuestra comprensión porque es el amor de Dios mismo. Con qué pureza se levanta Jesús. Con qué sentimientos deja la mesa y el manto… es la misma soberana libertad con que entrega su vida. El contexto es solemne pero fluye una alegría serena y una ternura generosa. Toma una toalla, se la pone a la cintura y se agacha. Desciende como descendió al encarnarse en el vientre de María; como descendió al ser bautizado en el río Jordán; como descendería pocas horas más tarde: de la cruz hasta los infiernos (la morada de los muertos). 

S. KÖDER - Fusswaschung

Ese lavado de pies deja en claro su misión. La pascua es servicio de purificación y consagración –el Sumo sacerdote debía lavarse los pies antes de entrar en el Santuario. Es un anticipo de esa agua bautismal que habría de brotar del costado traspasado. Los apóstoles experimentan la sorpresa de un gesto que descoloca, de un amor insospechado. Pedro se resiste. “¿Tú, Señor, me vas a lavar los pies a mí?”. También nosotros nos resistimos: nos pone incómodos el ver a Jesús a nuestros pies. Pensamos que no merecemos esa misericordia, o, lo que es peor, que no la necesitamos. Queremos convencernos de que ya estamos limpios. Jesús insiste porque ahí se juega todo. “Si yo no te lavo, no podrás compartir mi suerte”. Nos gusta la gloria de Cristo pero no siempre aceptamos que sus labios besen nuestros pies. Luego recupera su manto y vuelve a la mesa. Jesús es esclavo y Señor, muere y resucita para nuestra salvación. Nos da el ejemplo para que hagamos lo mismo. 

4
Sacerdocio, eucaristía y amor: tres misterios que celebramos hoy y que nos permiten entrar en la pascua de Jesús. Día de alegría por tanto don y de toma de conciencia de nuestra responsabilidad cristiana. “¡Hemos conocido el amor que Dios no tiene y hemos creído en él!” (1 Jn 4,16). En el salmo decíamos: “¿Con qué pagaré al Señor todo el bien que me hizo? Alzaré la copa de la salvación e invocaré el nombre del Señor”. Sí, la mejor forma de agradecer el amor de Jesús es celebrar la eucaristía, pero no sólo sacramentalmente sino también en la vida. Es decir, no sólo con las palabras de consagración sino con la toalla y la palangana. Coherencia cristiana tras los pasos de Jesús; que no dividió el cáliz del cenáculo de aquél de Getsemaní; que entregó su sangre en una mesa para luego derramarla en una cruz. También nosotros queremos ser de una sola pieza y arrodillarnos no sólo delante de la eucaristía sino también delante de nuestros hermanos, sin importar cuán sucios estén sus pies.

5
En este año de la fe queremos reconocer con gratitud el servicio de los catequistas, que se esfuerzan por transmitir esa fe que recibimos de nuestros mayores. Es una siembra ardua y escondida que la mayoría de las veces no llega a ver sus frutos. Es una entrega silenciosa que sólo Dios sabe cuando germina. En ellos estamos todos representados. Que cada uno de nosotros pueda asumir el compromiso de la catequesis; conscientes de que para evangelizar, primero hay que dejarse lavar y sanar por la misericordia de Cristo Jesús

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