sábado, 18 de abril de 2015

18 de abril de 2015

Cumplir años implica tomar conciencia del hecho de estar vivo. Nunca descuidar el asombro primigenio del existir. Y de ser don de Dios: puro regalo sobre la faz de la tierra. Modelado a su Imagen, redimido con su Sangre, henchido de su Espíritu. También frágil. Inconsistente. Pero amado hasta la médula, hasta el fin; no sólo de mi humanidad sino del misterio de Cristo (cf. Jn 13,1).


Filósofos de ayer y hoy se han sentido arrojados en este mundo. Verbo áspero que connota una cierta agresividad, casi un desprecio. El cristiano ignora esa violencia existencial. A lo sumo registra una caída, fruto de su propia torpeza. La desgracia no es originaria sino que llega como un accidente que depende de la libertad humana. En cristiano, vivir es saberse enviado. Existo para una misión personalísima. No arrojado sino convocado.


Quizás por eso me pareció tan significativo el detalle. Un guiño del cielo. Uno entre tantos otros que no llego a descifrar. De mañana, rezando el breviario, Dios quiso recordarme para qué vivo. Por dos veces el Oficio de lecturas me llevó al sentido último de mis años. Sacerdote. No lo olvides. Naciste para sacerdote. Primero, en la tanda de los salmos, uno de los dos versículos que elegí como lema sacerdotal: "pero (Moisés), su elegido, se mantuvo firme en la brecha" (Sal 106 [105],23). Segundo, en la primera lectura, el pasaje del Apocalipsis que aparece bordado en el frente de mi casulla de ordenación sacerdotal: el libro sellado con siete sellos y el cordero como degollado, pero que está de pie. "Eres digno de tomar el libro y abrir sus sellos, porque fuiste degollado y por tu sangre compraste para Dios hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación; y has hecho de ellos para nuestro Dios un reino de sacerdotes y reinan sobre la tierra" (Ap 5,9-10).


Otro día podremos ahondar en estas y otras claves interpretativas de mi vocación. Hoy me limito a descubrirlas, no como empresa humana sino como mandato divino.

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