domingo, 5 de abril de 2015

Pascua 2015

De tanto escuchar el Evangelio, algunos detalles pueden pasar desapercibidos. Como la nota temporal de san Marcos: "Pasado el sábado..." (Mc 16,1). Es preciso dar a esa referencia toda la hondura que merece. Pues allí queda registrada la memoria del corazón, memoria del amor que no olvida ni se distrae. Qué mérito grande el de aquellas mujeres que permanecieron fieles en horas grises. No sólo superaron el escándalo del viernes sino también la espera del sábado. Sobrellevaron la tristeza primero y el aburrimiento después, siempre enfocadas en su misión de honrar al Maestro. ¿Quién se ocupa de un fracasado? ¿Quién da la cara por un impostor? Hubiera sido tan fácil para ellas excusarse... tarea inútil, peligrosa, infamante, rayana con la blasfemia. Pero el corazón tiene razones que la razón no entiende (Pascal).


El afecto de las mujeres estremece. Y no es un decorado sino que hace al clima interior, a la disposición necesaria, al terreno fértil para que prenda el anuncio de la resurrección. Sin ese amor  silencioso y fuerte la cosa no va. Porque la resurrección se presenta ante todo como un anuncio; y el anuncio reclama sintonía. Debe llegar a ser una experiencia, un encuentro vivo, pero eso no suele darse al principio. No de ordinario. La resurrección de Jesús no se demuestra, se cree. Ofrece indicios pero no cierra nada. Tómalo o déjalo. Es la gran apuesta que todo hombre debe resolver. Sea más o menos consciente, tenga más o menos ganas. Al igual que las mujeres que salieron de madrugada, también hoy nosotros escuchamos a un joven de blanco que nos comunica la novedad. Ellas temblaron y corrieron, extasiadas pero mudas (Mc 16,8). ¿Cuál será nuestra reacción? 


Durante cincuenta días contemplaremos la Buena Noticia de Jesús: ¡Ha resucitado! (Mc 16,6). Pero es bueno que ya desde el primer momento asumamos que esa Buena Noticia también es nuestra. Nos afecta directamente. Primero, como seres humanos. Cristo devuelve a todos la comunión con Dios Padre y nos abre las puertas del paraíso, aquellas que se habían cerrado con estrépito y llanto ante las narices de Adán y Eva. Segundo, como cristianos. Comer y beber con el Resucitado es un privilegio reservado a "testigos elegidos de antemano por Dios" (Hch 10,41: son palabras de san Pedro). Pensemos un instante lo que eso significa. Mi participación eucarística hunde sus raíces en la eternidad, en el designio inescrutable del Padre de todos los siglos. Escuchar el anuncio y acercarse al altar es una bendición que está llamada a multiplicarse. Dios cuenta conmigo. La resurrección y la gloria no lo han vuelto in-dependiente.* Él sigue atado a la lógica de alianza, que es lógica de comunión. Qué importante entonces corresponder con entusiasmo de amigo y obediencia de servidor  a ese voto de confianza del Señor. "No, no moriré -ni biológica, ni espiritualmente-, sino que viviré para publicar lo que hizo el Señor" (Sal 118 [117]). 


Podemos replicar el anuncio de mil maneras, tantas como el Espíritu sugiere. Pero la más contundente no es la de la oratoria sino la de los hechos. "Muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús" (Rm 6,11). Ser reflejo de Jesús como panes limpios y ácimos: ofrenda para Dios y alimento para los hombres. "Celebremos, entonces, -cada día- nuestra Pascua, no con la vieja levadura de la malicia y la perversidad, sino con los panes sin levadura de la pureza y la verdad" (1 Co 5,8).

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* Es sugestivo lo que el ángel dice a las mujeres (Mc 16,6). No las corrige por el hecho de buscar a Jesús, el Crucificado. Porque el Resucitado es el Crucificado. La resurrección no diluye el acontecimiento de la cruz. La propuesta es "actualizar" la identidad, pero sin negar la historia. La resurrección es la humanidad en su máxima expresión. Y ser humano es vivir en relación, jamás aislado ni auto-suficiente.

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