domingo, 20 de abril de 2025

Vigilia Pascual 2025

Ciclo C – Evangelio: Lc 24,1-12

 

 

En vísperas de viernes celebramos la cena del Señor: el gozo de la Hora, el lavado de pies y el mandamiento del amor, la eucaristía y el sacerdocio. ¡Cuánta luz! Jesús anticipaba el misterio de su entrega con palabras y gestos sencillos, pero a la vez algo enigmáticos para nosotros. Luego vino la pasión: la agonía del huerto, el sueño de los íntimos y la traición del amigo; las acusaciones falsas, los golpes y las burlas; la furia de la masa, el pragmatismo de Herodes y la tibieza de Pilato; la condena, el camino al Calvario y la Cruz. Y la homilía terminó así: “nos amó hasta el fin” (Jn 13,1). 

 

En vísperas de sábado celebramos la muerte del Señor: desnudo y llagado, elevado para el morbo, aunque también, como una advertencia para todos aquellos que se atreven a desafiar el pensamiento único. Un don nadie: despreciado y humillado. Un bandido más; peor aún, un blasfemo. Siente sed y le dan vinagre. Pero en todo ese mar de violencia encuentra la ternura de su madre, la fidelidad del discípulo amado y la compasión de unas pocas mujeres. Finalmente entiende que todo está cumplido, que todo ha ocurrido según el designio del Padre. Y expira: entrega el espíritu con una confianza que logra conmover la dureza de un soldado romano curtido en mil batallas. Luego la lanza en el costado, el descenso y la sepultura. La Iglesia nos invitó a la postración y al silencio. En la vida hay que saber callar. Y esperar. Aunque entendamos poco o nada. Y la homilía terminó, nuevamente, así: “nos amó hasta el fin” (Jn 13,1).

 

En vísperas de domingo, ahora mismo, estamos celebrando la resurrección del Señor: la piedra está removida y el sepulcro vacío. A Jesús no lo vemos, al menos por el momento, pero las mujeres que fueron nos dicen que recibieron el anuncio de que Él está vivo. Y acá empieza nuestra hora, nuestro partido. Jesús ya dijo, hizo y sufrió todo. No se guardó nada. Se partió por nosotros, como María de Betania había en su momento quebrado para él un frasco de valioso perfume. Comentando ese gesto profético, Juan evangelista escribió: “Y la casa se colmó con la fragancia del perfume” (Jn 12,3). Nosotros decimos: la Iglesia se colmó, se inundó, con la gracia de la pascua. La oscuridad del pecado y de la muerte ha sido vencida por la luz del amor. Ese amor vulnerable, ridiculizado por los sabios y los poderosos de este mundo, tiene finalmente la última palabra. 

 

El punto es si queremos darle la última palabra. Ése es nuestro partido. En un primer momento los apóstoles se negaron a creer. Lucas tiene una expresión fuerte, única en toda la Escritura: “les pareció que deliraban” (Lc 24,3). ¿Es un delirio creer que Jesús resucitó? Tendríamos que discutir primero qué entendemos por sensatez. Lo cierto es que ellos ni siquiera van al sepulcro a corroborar el relato de las mujeres, cosa que sí hace Pedro. Entonces digamos de entrada que negarse a verificar los hechos no parece muy razonable. ¿Pero por qué no van? ¿Temen acaso que la novedad de la resurrección los obligue a reconfigurarlo todo? También nosotros podemos caer en esa postura descreída, que en el fondo es miedo a ilusionarse en vano. Quizás no reneguemos abiertamente de la fe, pero puede que vivamos un cristianismo mediocre, de baja intensidad, donde la falta de compromiso nos ahorraría –eso creemos– sufrir un desencanto. Pero la tibieza es peor. Porque así quedamos defraudados de nosotros mismos, víctimas de nuestra propia mezquindad.



En este año jubilar de la esperanza queremos ponernos en camino, como las mujeres, que salen de madrugada movidas por el amor; como Pedro, que tras vacilar un instante se levantó, corrió al sepulcro y contempló con admiración el testimonio silencioso de las sábanas. Todo es signo para el que conoce el lenguaje del amor divino. Queremos renovar nuestra fe. Queremos apostar fuerte por Jesús y su Iglesia, que muchas veces no está a la altura, es verdad, pero que sigue siendo nuestra Madre, la que nos engendró por el Bautismo y nos alimenta con la Eucaristía; la Madre que en estos mismos días sufre persecución abierta en tantos lugares, sin que nadie lo publique: aproximadamente 1 de cada 7 cristianos sufre a causa de su fe –en Nicaragua, en China, en África, en la India, y en muchos otros lugares. En todos esos cristianos maltratados o asesinados se prolonga la pasión de Cristo; y también su resurrección. 

 

Cristo venció la muerte. Y quiere vencerla en mí, en vos, en todos los hombres. Cada uno de nosotros tiene su cementerio interior, esa zona abandonada, lúgubre y oscura, de donde surge un vaho nauseabundo. Una zona clausurada y remachada, que aparentemente no tiene remedio. Cuántas veces intentamos en vano llevarle algo de luz, y no pudimos. Pero Jesús sí puede y quiere. Como repetía magníficamente el Pregón Pascual que cantó el padre José: ésta es la noche. Ésta es la noche de la nueva creación, la noche en que Jesús hace nuevas todas las cosas (cf. Gn 1; Ap 21,5). Ésta es la noche en que se inmola el verdadero cordero pascual, cuya sangre consagra los corazones (cf. Ex 12). Ésta es la noche en que somos rociados por el agua pura del Espíritu Santo (cf. Ez 36,25). Sí: “ésta es la noche en que Cristo rompió los lazos de la muerte y subió victorioso de los abismos” (PP).

 

Padre, no nos dejes caer en la tentación de la desesperanza, de la nostalgia que asegura que todo tiempo pasado fue mejor. Enciende la luz de tu Hijo Jesús en cada uno de nosotros; la luz de la fe, de la esperanza y del amor. Ese amor loco y débil que es la suprema fuerza y la suprema sabiduría (cf. 1 Co 1,18-25). “¡Qué admirable es tu bondad con nosotros! ¡Qué inestimable es la predilección de tu amor: para redimir al esclavo, entregaste a tu propio Hijo!”(PP); que nos amó hasta el fin (Jn 13,1).

jueves, 17 de abril de 2025

Jueves Santo 2025

En esta hora de gozo hacemos memoria agradecida del servicio de amor de Jesús.

 

Gozo de la Hora 

Llegamos a esta celebración habiendo caminado una Cuaresma intensa. Fue una experiencia de desierto, como la de Israel. Conocimos mejor nuestros pecados, es verdad, pero también conocimos mejor la misericordia de Dios. Y eso importa más. Por eso en nuestro corazón late el gozo de la Hora. Una Hora inmerecida pero real. Una Hora que es ante todo de Jesús, pero que nosotros sentimos como propia, porque somos sus hermanos. Y porque todo lo suyo tiene resonancia universal. 

 

El evangelista empieza su narración con el tono solemne que lo caracteriza: “… sabiendo Jesús que había llegado su Hora de pasar de este mundo al Padre…”.(1) La Hora nos habla de su destino, su meta, la razón de su vida, el sentido último de su misión. Más adelante se lo dirá a Pilato con toda claridad: “para esto he nacido, para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad”.(2) Jesús está en llamas:(3) una eternidad esperó este instante, en que finalmente podrá revelar las profundidades del Misterio del Padre. 

 

Pero esta Hora de luz es también la hora del poder de las tinieblas.(4) No sólo lo dice Jesús en la pasión de Lucas, que escuchamos el domingo de Ramos, sino que hoy nos lo recuerda Juan: la traición de Judas fue inspirada por el demonio.(5) Es así nomás: la Hora implica una contienda, un encuentro dramático entre la luz de Dios y las tinieblas de este mundo. No tenemos ninguna intención de darle prensa al Maligno, sino tan sólo registrar la seriedad de lo que se juega en la Pascua. En un mundo incrédulo, que únicamente valora lo que se ve, tenemos que decir las cosas como son. Y hacemos nuestras las palabras de san Pablo: “nuestra lucha no es contra enemigos de carne y sangre, sino contra… los espíritus del mal”.(6)

 

Está muy bien luchar contra la inflación y la pobreza: eso es economía. Está muy bien luchar contra el cáncer y la enfermedad: eso es medicina. Está muy bien luchar contra el analfabetismo y la ignorancia: eso es educación. Pero la madre de todas las batallas, la que está detrás de todas esa luchas nobles, es la que Jesús encara en esta Hora: la lucha contra el pecado y la muerte segunda: eso es redención. Tal vez nos hagamos los distraídos, pero en el fondo lo sabemos de sobra. La humanidad puede mucho por sí sola, sin duda, pero no tiene respuestas para el mal que anida en el corazón. Sólo Jesús puede triunfar en medio de la oscuridad diabólica. Y lo hace del modo más insólito. 

 

 

Servicio del amor

Podemos imaginar el desconcierto de los discípulos, cuando Jesús “se levantó de la mesa, se sacó el manto y tomando una toalla se la ató a la cintura”.(7) El Maestro los tenía acostumbrados a novedades, pero nada como esto. Y entonces ocurrió. Jesús empezó a lavarles los pies, inclinándose ante cada uno de ellos. El Rey-Mesías hecho un esclavo. El Creador del universo doblado ante su creatura; esa creatura que tantas veces lo ignoró, la misma que confundida en su soberbia pensó que grandeza es sinónimo de autosuficiencia. 

 

Con este gesto sencillo pero fuerte, Jesús nos enseña a todos que la autoridad es servicio. Un servicio que nace del amor. Y como dice san Juan de la Cruz, “el que anda en amor, no cansa ni se cansa”. El amor es fuerte, es libre y es audaz. No piensa en el qué dirán, sino que sale al encuentro del hermano tirado al costado del camino. 

 

Pedro se escandaliza de ver a Jesús limpiando su mugre. Quisiera ahorrarle la penosa tarea, como si dijera: mis pecados son míos. En su resistencia también hay algo de vergüenza y de orgullo herido. Pero Dios insiste porque sabe que solos no podemos. Necesitamos su perdón, que es la única puerta que lleva a la paz.

 

Jesús da el ejemplo para que hagamos lo mismo con los demás. El amor cristiano se traduce en obras concretas, delicadas, donde el otro nunca es un número, un caso, sino un hermano, un rostro donde asoma el misterio de Dios. Pero el lavado no es sólo el origen de un mandamiento, sino también una verdadera profecía. El agua nos habla del bautismo, más aún, del Espíritu Santo; y el abajamiento, de su muerte en Cruz. En este gesto oculto de servicio doméstico Jesús adelanta el servicio de la redención del mundo.  

 


 

Memoria de la gratitud

La noche santa de la última cena, Jesús no sólo lavó los pies, sino que también instituyó la Eucaristía, dejándonos así la memoria viva de su entrega. En otras palabras: el Salvador no sólo se hizo esclavo por amor, sino que por amor también se hizo comida y bebida: cuerpo entregado, sangre derramada; pan que nutre, vino que alegra. No nos acostumbremos nunca a este milagro, a esta verdadera genialidad divina, que quiso que el acontecimiento único de la pascua estuviera siempre a nuestra disposición, por el ministerio de los sacerdotes. 

 

La comida está para ser consumida. Ese es su fin. Del mismo modo, la vida está para ser entregada. La felicidad no consiste en guardarse sino en donarse. Si lo pensamos bien, ya la lógica natural del sacramento nos dice que comulgar es entrar en una dinámica pascual: algo muere para que otros tengan vida. ¡Y cuánto más desde la lógica de la fe! Porque esta comida es Cristo mismo entregándose por nuestra salvación. No es un mero símbolo, sino un signo eficaz, que realmente nos une a la libertad del Hijo, que no regatea sino que se brinda por entero. 

 

Pero hay algo más: en Cristo, la muerte ofrecida no es muerte definitiva, sino un paso hacia una vida plena. “El que pierda su vida por mí la salvará”.(8) El milagro de la pascua, que se nos ofrece en cada Misa, es que la muerte no sólo engendra vida en otros, sino también en uno mismo. De allí la gratitud, la eucaristía que se respira en esta noche. Cristo da gracias al Padre, y en ese contexto se ofrece a los hombres, buenos y malos, sin distinción. Y nosotros damos gracias a Cristo, y con Él al Padre, por dejarnos entrar en su carne bendita, en su sangre pura y en su corazón inocente de cordero manso. Gracias Padre porque en la fe de la Iglesia la pascua de tu Hijo no es ayer sino hoy; y así experimentamos, día tras día, la verdad fundamental de nuestras vidas: “nos amó hasta el fin”, hasta el extremo.(9)

 

 



(1) Jn 13,1.

(2) Jn 18,37.

(3 Cf. Lc 22,15

(4) Cf. Lc 22,53.

(5) Cf. Jn 13,2.

(6) Ef 6,12.

(7) Jn 13,4.

(8) Mt 10,39; 16,25; Mc 8,35; Lc 9,24; 17,33. 

(9) Jn 13,1.

domingo, 13 de abril de 2025

Ramos 2025

Demasiado. Es demasiado. No sólo por la cantidad de palabras, sino por la densidad de misterio que encierran. Después de esta liturgia de la Palabra, quedamos abrumados, apabullados, sobrepasados. Hay tanto para digerir. Entonces uno se pregunta si la Iglesia, que es madre y maestra, experta en pedagogía, se equivocó. ¿Se equivocó la Iglesia ofreciéndonos más de lo que podemos asimilar? No, no se equivocó. Todo forma parte de su sabia pedagogía. Lo hizo a propósito. Quiere que comencemos esta Semana Santa experimentando nuestra pequeñez y lo abismal del misterio que nos disponemos a celebrar en estos días. Nuestro corazón, nuestra mente, acaban de atravesar un torbellino de emociones. Estamos conmocionados, si es que nos hemos dejado impactar, por todo lo que estos acontecimientos representan: la gloria y la cruz, la exaltación y el desprecio. Esto es la Pascua. 

 

Dos pensamientos más, y el resto que quede en el silencio, para que cada uno pueda en su casa, a lo largo de la semana, profundizar. En el evangelio del ingreso de Jesús a Jerusalén, Lucas nos dice que la gente iba quitándose los mantos y los ponía en el camino, para que Jesús avanzara pisándolos. Quitarse el manto es un signo de sumisión, es un reconocimiento de la majestad de este rey tan particular, que no viene montado a caballo, sino sobre un asno. Es un rey de paz, un rey que "viene en nombre del Señor". Y ahí está toda la diferencia: porque viene en nombre del Señor, viene como el que sirve. Esto trastocará nuestra expectativa mesiánica, nuestra idea de autoridad. Y porque será demasiado, terminaremos crucificándolo. Pero sabemos que la piedra descartada es, finalmente, piedra angular. Que esta Semana Santa podamos vivirla dejando nuestra vida, nuestra existencia, a los pies de Jesús. Es un gesto noble, un gesto de lealtad, porque el manto representa aquello con lo cual, no solamente cubro mi desnudez, no solamente me abrigo en el frío, sino que el manto es también un símbolo del lugar que ocupo en la sociedad. Puede ser destacado o anónimo, lo que sea: Señor, a tus pies. Que podamos ir como doblegando la rodilla, decía Pablo en la segunda lectura, para que todo el mundo diga “Jesucristo es el Señor”.

 

Humildad, entonces, para experimentar qué pequeños somos ante el misterio de Jesús. Y sumisión, reverencia, postración, adoración ante el único que merece semejante reconocimiento. 

 

Por último, una advertencia, que no la hago yo, la hace Jesús. Va para Pedro, pero en Pedro estamos todos. “Mira, Pedro, Satanás ha pedido autorización para zarandearlos como el trigo”. Si uno quiere de verdad entrar en el misterio de Jesús, entrar en el misterio de la Pascua, no puede ir ingenuamente. Se trata de un combate, un combate espiritual que pide reciedumbre; y mejor estar advertidos. Pero no estamos solos. Jesús le dice a Pedro: “Yo he rogado por ti”, he rogado y sigo rogando por ti, para que tu fe no desfallezca, para que tu fe no palidezca. En los momentos de tiniebla, más puede encenderse esa llama que nos fue regalada en el bautismo. Y sabemos, no solamente por la historia, sino por nuestra propia condición, qué frágiles somos. Sabemos que en estos días santos nos va a costar apostar por el Señor. ¿Seremos como Pedro que lo niega? ¿Seremos como Judas que lo traiciona? ¿Seremos como los soldados que hacen leña del árbol caído? ¿Seremos como aquellos que prefieren dormir cuando la consigna es velar? Y sí, por ahí somos un poco de todo, pero sobre todo somos discípulos amados. Y el Señor vino precisamente para eso. No para los fuertes, sino para los débiles; no para los sanos, sino para los enfermos; no para los justos, sino para los pecadores. Que sean día santos. Días de descanso, de familia, de encuentro… ¿por qué no?  Pero que no quede al margen el verdadero motivo de esta semana: el Rey, que entra a Jerusalén aclamado y termina crucificado. Sabemos, sin embargo, que ésa no es la última palabra.  Si estamos acá, después de dos mil años, con nuestros ramos en alto, es porque sabemos que la última palabra es suya. Palabra de vida, de amor y de reconciliación.

sábado, 1 de marzo de 2025

La mutilación del Evangelio social

En el cristianismo, la religiosidad no se reduce al culto divino sino que incluye el amor al prójimo. Dicho de otro modo: el dogma tiene implicancias sociales. Y esas implicancias constituyen, grosso modo, lo que solemos llamar "Doctrina Social de la Iglesia".

Da la impresión de que muchos obispos argentinos, por no decir la mayoría, se sienten orgullosos del modo en que el episcopado local asume esa enseñanza. Sin embargo, existen buenas razones para sostener que hace tiempo que asistimos a una mutilación del Evangelio social. La metáfora conecta con la teología de von Balthasar, que llama la atención sobre la necesidad de ver la totalidad de la figura. Cristo debe ser asumido tal como se nos manifiesta, incluso en su dimensión escandalosa. Basta pensar en cómo Pedro fue reprendido cuando pretendió modelar la misión de Jesús según sus propios criterios: "eso [la cruz] no sucederá", le dijo. Y el Maestro le respondió: "detrás de mí, Satanás". Silenciar un aspecto es traicionar la figura.

¿De qué hablan habitualmente nuestros obispos en sus mensajes? Por supuesto que intentan predicar a Jesús, el Hijo de Dios que revela -con gestos y palabras- al Padre misericordioso. Pero también opinan sobre la realidad social. Y al hacerlo se percibe como una fijación en el tema económico. No quiero detenerme aquí a pensar si esas intervenciones son más o menos atinadas, en el sentido de respetar la autonomía de las realidades temporales (como enseña la Iglesia). Simplemente quiero señalar la facilidad con que se habla de la pobreza, pero no de la injusticia, la corrupción o el declive educacional, entre otros ejemplos.

Lamentablemente nos hemos acostumbrado, particularmente en el conurbano bonaerense, a los robos, los secuestros, las violaciones y los homicidios. La delincuencia hace estragos en la sociedad. Cuántas familias destrozadas por los ultrajes y la violencia. ¿Dónde está la voz profética de la Iglesia para denunciar esta plaga social? ¿Dónde está la auto-crítica, el reconocimiento de que semejante cuadro no se explica únicamente desde las estructuras socio-políticas? Benedicto XVI lo dijo en su momento con toda claridad: "Los desiertos exteriores se multiplican en el mundo, porque se han extendido lo desiertos interiores". 

El Reino de Dios nace en los corazones. Esto no significa que no deba hacerse cultura, sino que la condición de que se haga cultura depende del arraigo en los corazones (cf. Mc 7,21-23). Es hora de retomar con pasión el anuncio de Jesús, el cordero manso, que no arrebata la vida sino que la da en abundancia. Y para darla la entrega él mismo. No matar. No robar. No mentir. Los mandamientos son parte fundamental de la Buena Noticia. 

Es importante salir de la pobreza, sí, pero más importante es salir del pecado. Porque el pecado corrompe siempre, tanto en la carencia como en la abundancia. Y el pecado degrada tanto la integridad de la persona como las relaciones interpersonales, ambas fundamentales para el desarrollo económico. ¿Qué mejor cosa puede ofrecer la Iglesia sino el Evangelio, que empieza con un llamado a la conversión? ¿Y por qué el Evangelio social no resuena en Argentina reclamando leyes que garanticen un orden social justo? ¿Dónde está la interpelación a los legisladores, los fiscales y los jueces que son responsables, por no decir cómplices, de una impunidad tan escandalosa? La Iglesia nunca entendió la misericordia en contradicción con la justicia; ni en el plano divino ni en el humano. 

Estamos anestesiados. Contemplamos la secuencia interminable de atrocidades y negociados sin reaccionar. Pareciera que el problema es de otros: de los políticos, las fuerzas de seguridad, los legisladores, los jueces, los narcos... Evidentemente, todos ellos tienen una enorme cuota de culpa. Pero también la tenemos los pastores. Y tal vez en mayor grado. Porque a nosotros se nos ha confiado la salud moral del rebaño. Un rebaño al que no logramos conducir hacia la Vida verdadera. Y no sirve decir que son unos pocos: primero, porque no son pocos, sino muchos, los que a diario atropellan la vida de los demás o usan fondos públicos en beneficio propio; segundo, porque también somos responsables de los que miran para otro lado, insensibles ante tanta angustia. Dicho sea de paso: los más pobres son los más vulnerables. ¿Por qué no alzamos la voz en su defensa, pidiendo una justicia que les devuelva la posibilidad de salir a trabajar al alba sin miedo?

En resumen: tenemos que revertir un doble silencio. No sólo no estamos denunciando la anomia (instalada y creciente), sino que tampoco estamos anunciando debidamente a Cristo salvador, que nos rescata a todos, sin excepción, del abismo del pecado. Y este segundo silencio es más grave que el primero. 

viernes, 31 de enero de 2025

Adrienne y los pobres: la ropa, el alimento y la oración

    Siendo ya una mujer madura, en espíritu de estricta obediencia, siguiendo el mandato de su confesor, Adrienne von Speyr escribió sobre sí misma. El párrafo que se transcribe, apenas un extracto, trata sobre cómo ella entendía y vivía la relación entre el amor a Dios y al prójimo durante su juventud (antes de su conversión). No habla aquí sobre los enfermos, hacia los que se sentía especialmente atraída, sino sobre aquellos privados de lo más elemental.

"Ciertamente, está la gente pobre, para los que hago una campaña tremenda de propaganda entre los parientes, pidiéndoles que me den algo para ellos. Pero después, cuando anochece, en la oración de la noche, existe una especie de tristeza que pertenece a la noche. Como si existiese una oposición entre el día y la noche. En el día he «hecho propaganda» para recibir algo, dinero o ropa o alguna otra cosa (pero soy terriblemente reticente a llevarlo yo misma a los pobres: solo cuando es absolutamente necesario). Pero cuando rezo por la tarde esa ropa y esos alimentos me parecen totalmente secundarios. Este pobre necesita oración. Y los demás pobres también necesitan oración".

En H.U. von Balthasar, Una primera mirada a Adrienne von Speyr, Rafaela, San Juan, 2012, 138 [II. Declaraciones sobre sí misma].

miércoles, 25 de diciembre de 2024

Navidad 2025

Celebrar la Navidad es celebrar el cumpleaños de Jesús. Y cuando uno celebra un cumpleaños, no celebra solamente el nacimiento, sino la persona toda. El misterio de Jesús es lo que nos convoca: su infancia, su adolescencia, su madurez, esa capacidad para narrar parábolas, para enseñar con dichos breves y punzantes, esa compasión ante el dolor, la sanación de los enfermos, la humildad en la pasión y el triunfo de la vida en la resurrección. Todo eso es Jesús. Y todo eso es lo que celebramos con inmensa alegría.

Pero como decimos que celebramos toda la vida de Jesús, nos hacemos cargo de que no siempre le damos cabida en nuestro hogar. Como dice admirablemente el Prólogo de San Juan: "vino a los suyos y los suyos no la recibieron". ¿Cómo puede ser que nosotros rechacemos semejante don? Es que recibir un regalo es todo un compromiso: implica estar a la altura. Por eso también ocurre que en nuestra cultura ha bajado drásticamente la natalidad. Tenemos que pensarlo: ¿acaso no tiene nada que ver que la fe baje con que baje la natalidad? Los nacimientos son algo que viene a desinstalarnos. Nos dan mucho más de lo que reclaman, pero en el fondo hay que hacer una apuesta. Y lo que pasa culturalmente, nos pasa a cada uno de nosotros personalmente con el misterio de Jesús.

Muchas veces no queremos que vengan a importunarnos y no nos damos cuenta de que esa es la mayor gracia: sacarnos de nuestros esquemas, descentrarnos, poder poner la mirada no tanto en nosotros, sino en Él, que necesita de nuestra atención y que se nos muestra indefenso. Un recién nacido: Cristo en el pesebre es pura indefensión. Si no lo protegemos, no puede crecer. Y esta indefensión marca tanto el misterio de Jesús que se va a manifestar -potentemente- en la pasión y en la cruz. Ante la humillación, Jesús no elige devolver mal por mal, sino que persiste tercamente en esta actitud de indefensión, de vulnerabilidad porque Él viene a regalarnos la ternura. Dios es ternura. Y no hay manera mejor de mostrar la ternura que en un recién nacido. Y por eso repito: durante toda su vida Jesús va a ser fiel a esta ternura. Lo que vemos en el pesebre no es algo que está destinado a pasar, sino que precisamente es como el ADN de Dios, manifestado en código humano. Esto es lo que significa "la Palabra se hizo carne". El misterio de Dios se hizo hombre para que todos pudiéramos comprender, para que ninguno de nosotros pueda decir "no sé cómo es Dios", en razón de su trascendencia. Porque el Trascendente se hizo cercano, muy cercano. Y tan cercano, tan ordinario, tan cotidiano, que muchas veces lo despreciamos, porque no terminamos de renunciar a la idea que Dios es distante. 

190 ideas de Pastro en 2024 | arte sacro, arte biblico, arte ...

Quisiera cerrara con algo muy sencillo, pero a lo cual es bueno volver. Me refiero al nombre: Jesús. Jesús significa Dios salva. Cuando el ángel impone este nombre, aclara: "porque Él salvará al pueblo de todos sus pecados". Todos tenemos necesidad de que Jesús nos salve, nos rescate. Una manera muy torpe de rechazar a Jesús es decir: yo no tengo pecado. No por nada cuando Jesús regala el perdón a la mujer sorprendida en flagrante adulterio -y dice esa frase famosa: "el que esté libre de pecado que tire la primera piedra"-, los que comienzan a retirarse son los más ancianos, los que han vivido más y son más conscientes de sus pecados, de sus límites, de su insatisfacción. Porque cuanto más uno vive, más se conoce, no solamente en sus facetas oscuras sino también en sus aspiraciones más luminosas Y sabe que todo eso no lo puede realizar por sí mismo. ¿Qué significa que Jesús te salve? Que puede hacer por vos algo que te supera. Puede hacer por vos algo vos no podés hacer. Y cuántas veces nos encontramos como perdidos. De hecho, Adán es el hombre extraviado, incapaz de volver a casa por sí mismo. Adán, que somos todos nosotros, es la oveja que anda errante, que se lastima, que está sin rebaño y sin pastor. Y esta Palabra que se ha hecho carne es la orientación, pero no una orientación intelectual. En cierto sentido sería más fácil pero a la vez más pobre. Dios ha querido rescatarnos, orientarnos en un mano a mano, en un cara cara, en un vínculo personal que ciertamente requiere más, pero a la vez es más digno del ser humano. Pidamos la gracia de bajar la guardia, al menos de deseo, en esta Navidad. Acoger a este Niño, que no tiene nada de amenazante, sino que simplemente nos invita a entrar en su lógica de misericordia.  

miércoles, 20 de noviembre de 2024

Las estructuras estatales según el Nuevo Testamento

Entre las grandes pasiones del hombre encontramos la religión y la política. Basta saber algo de Historia para comprender que la relación entre ambas no es nada fácil. Y esto vale también para muchos cristianos que, a lo largo de los siglos, no han sabido asumir la novedad de Cristo en esta cuestión. En efecto, los hechos muestran la recurrente confusión de planos. 

Con ánimo de aporta algo de luz, se transcriben a continuación un par de párrafos de Hans Urs von Balthasar.

    Pero, en el Nuevo Testamento, es esencial el hecho de que sobre las estructuras estatales no cae ni un solo rayo de aquella gloria divina que rozaba la teocracia veterotestamentaria y que parecía inseparable de las estructuras de la antigua polis. No existe ni las más mínima sugerencia en el sentido de que el estado pueda configurarse como una especie de reflejo terrestre, de reverbero, de representación de la Jerusalén celeste y de su gloria escatológica. Las estructuras del ordenamiento de la civitas terrestre (como la llamará Agustín) no son nunca «transfiguradas»; por muy fuerte que en la historia de la Iglesia se haga sentir el deseo de una copia terrena del cielo -desde la primitiva teología política que desembocará en Constantino, a las concepciones orientales y occidentales de la Edad Media, y a los intentos recientes de una teología política-, este deseo está desacreditado en el Nuevo Testamento: «La ruptura con cualquier "teología política" que abuse del mensaje cristiano para justificar una situación política, (es) radicalmente un hecho consumado. Sólo en el campo del judaísmo y del paganismo puede darse algo parecido a una "teología política"» [E. Peterson].

Balthasar, Gloria 7, Madrid, Encuentro 1998, 404.


En sí mismo el estado es neutral, pero debe impregnarse de espíritu cristiano. Sus estructuras pueden ser honradas, pero no amadas. No obstante, debe tenerse presente que esa neutralidad puede degenerar en algo monstruoso, o más bien diabólico.

Ahora bien, es muy posible que esta autoridad [estatal] lleguen a ejercerla impíos como lo muestra la situación del Apocalipsis: los reyes de la tierra fornican con la «gran Babilonia, la madre de las rameras y de las abominaciones de la tierra», «y los mercaderes de la tierra se han enriquecido con su lujo desenfrenado» (Ap 17,5; 18,3). En las estructuras de la política y de la economía se instala el anti-dios y la anti-gloria: «cuyo dios es el vientre y cuya gloria es la vergüenza» (Flp 3,19). Lo que en la neutralidad podía aun reconocerse como autoridad de Dios se ha vuelto irreconocible por los sentimientos totalmente antidivinos de los poderosos. Es la hora del martirio de los cristianos; con su sangre dan testimonio de su libertad intangible. En el Apocalipsis se describen «las últimas posibilidades del mundo, la profundidad de las cosas que comienza a desvelarse con Cristo»; aquí «el estado, que aparece como bestia, ocupa el último lugar. Se le pone al desnudo como posibilidad del mundo que se autoglorifica» [Schlier]. Es la personificación en esa bestia del colectivo inhumano y la perversión sin más de la Iglesia celeste humano-divina, cuya «cabeza» personal configura como persona a todo el cuerpo.

Balthasar, Gloria 7, Madrid, Encuentro, 405.