domingo, 23 de agosto de 2009

Jn 6, 60-69

Domingo XXI B: Jos 24,-2a.15-17.18b; Sal 33; Ef5, 21-32; Jn 6, 60-69

Vivir es elegir, y también renunciar. Pero a veces, como en este domingo, las elecciones se vuelven decisivas. Las circunstancias piden una definición y no hay lugar para medias tintas.

Josué, hijo de espiritual de Moisés, había recibido la misión de introducir a Israel en la tierra prometida. Ante la tarea cumplida y la inminencia de su muerte, Josué convoca a su pueblo. He aquí un líder. Como un padre reúne a sus hijos y sin ambigüedades los llama a la reflexión. Sabe que los suyos están expuestos a la idolatría, y les habla con franqueza. “Elijan hoy a quién quieren servir”.

Presenta la opción, da libertad, pero no oculta su propia elección. “Yo y mi familia serviremos al Señor”. Josué va de frente, y se juega por convicción. Hoy algunos padres imaginan para sus hijos una educación neutral –“que decidan ellos”- cuando eso es imposible. No violentar es una cosa, sugerir un camino es otra.[1] La libertad también se educa, ya que la realidad no es aséptica y la orfandad espiritual es un riesgo real.

Pero hay más, porque adelantándose, Josué se arriesga a quedar excluido del proyecto de nación. En la asamblea de Siquem se decide el futuro de Israel, los lineamientos del pueblo en la nueva tierra de Canaán. ¿No es la actitud de Josué un ejemplo para muchos padres de nuestro tiempo? ¿Cuántas veces cedemos, en cuestiones de fondo, al mandato de la mayoría? ¿No deberíamos tener un criterio propio y ser capaces de sostenerlo por encima de la presión mediática-social?

Finalmente Israel elige, y elige bien. “También nosotros serviremos al Señor, ya que él es nuestro Dios”. No es una simple mimesis colectiva o una decisión ligera. Israel decide, siguiendo el ejemplo de Josué, desde la memoria creyente que repasa en su corazón los favores de Dios.

Cuando abordamos el pasaje del Evangelio volvemos a encontrar una disyuntiva. Curiosamente, en paralelo a la progresiva explicitación de Jesús, a su mayor claridad en el anuncio, aparece una creciente oscuridad en quienes lo escuchan. La perplejidad y el escepticismo llegan ahora cada vez más cerca, afectando incluso a sus discípulos. “¡Es duro este lenguaje! ¿quién puede escucharlo?”.

Los discípulos caen en la murmuración: pecado paradigmático de Israel y pecado recurrente en este cap. 6 de Juan. Pero podemos preguntarnos ¿es duro el lenguaje o es duro el corazón? El lenguaje es duro porque desorienta, contrasta, hiere, desenmascara e interpela. “La Palabra de Dios es más cortante que espada de doble filo; penetra hasta la raíz y discierne”. Y cada vez que Dios nos habla, llama a una felicidad que exige conversión.[2] Entonces el escándalo asoma como reflejo de la incredulidad. “Hay entre ustedes algunos que no creen”.

Es al corazón de piedra (Ez 36,24), al frío, al inconmovible, al impenetrable; es a ese corazón que Jesús se dirige. Un corazón que no se deja abrasar por el fuego del Espíritu y que cierra filas ante la Buena noticia. “¿Quién puede escucharlo?”.

Pensemos un momento. Es Jesús quien recibe el rechazo, es el Hijo de Dios, la Ternura hecha carne, el que tiene que escuchar que su lenguaje es “duro”. ¿Puede eximirnos el seguimiento de Cristo de esta amargura? ¿Podemos esperar recibir el aplauso de la tribuna y ahorrarnos el reproche de la opinología? Hoy para muchos, la Iglesia profesa un lenguaje “duro”, incomprensible… ¿Es entonces la desaprobación una vergüenza o una confirmación?[3] Habrá que discernir, pero atendiendo a san Pablo: “No tomen como modelo a este mundo. Por el contrario, transfórmense interiormente renovando su mentalidad”.[4]

Para salvar la distancia de criterios y sanar la esklerocardia –la dureza de corazón-, Jesús presenta al gran don del Padre. “El Espíritu es el que da la Vida”. Dicho de otro modo, quien no cree -y la fe es un gran misterio- está muerto; como se lee en el Apocalipsis: “aparentemente vives, pero en realidad estás muerto” (3,1). No entramos en Jesús sino por gracia, por atracción, por concesión del Padre. Y a esta gracia hay que aprender a mendigarla.

“Desde ese momento, muchos de sus discípulos se alejaron de él y dejaron de acompañarlo”. La incomprensión muestra su costado más doloroso. El que venía a reunir al rebaño, tiene que ver cómo las ovejas se pierden y los amigos se alejan. Este desengaño de la gente, que es para Jesús un cierto fracaso, se conoce en los evangelios sinópticos como la “crisis de Galilea”.

Es el momento de la verdad. Una vez rota la fase del enamoramiento se abre la posibilidad de una elección madura. La difícil situación se expresa en círculos concéntricos cada vez más íntimos, y toca ahora al grupo de los Doce. Los mismos Doce que encontrábamos al comienzo, sobre la montaña. Jesús-Josué toma la iniciativa y no escapa al problema. “¿También ustedes quieren irse?”. Obligándolos a tomar partido, les hace un favor.[5] Quizás deberíamos preguntarnos más seguido qué es lo que queremos.

Si tan sólo fuera más fácil saber lo que queremos. En nuestro interior hay una lucha. Todos tenemos un doble querer: un querer profundo y un querer más superficial, y pasa que más de una vez no se ponen de acuerdo. Jesús pone en claro quién es y qué ofrece. “Las palabras que les dije son Espíritu y Vida”.

En el aire hay un silencio incómodo, una pausa que mueve a la reflexión y a ser serios con nuestra vida. Pedro se adelanta y marca el camino (“el” Camino). “Señor ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna”. Liderazgo positivo lo llaman ahora. Realismo y mucho sentido común, valentía y amor a la verdad. ¿A dónde iremos si ya vimos lo que nadie vio? ¿Cómo conformarnos con tan poco cuando probamos lo más alto? De palabras estamos llenos y, lamentablemente, muchas de esas palabras son de muerte. ¡Qué amargura respiramos a diario! ¡Cuánto desencanto! En medio de eso, casi imperceptibles, están las palabras de Jesús. Palabras de vida eterna que abren horizontes de santidad. Palabras que resuenan en los corazones limpios y suscitan admiración: “Nadie habló jamás como este hombre” (Jn 7,40).

Pedro es la cabeza de una comunidad expuesta a la tentación; una comunidad que vacila y que conoce la vergüenza. Podría dar la impresión de que Pedro elige a Jesús por descarte, para no quedar solo, para no renunciar a su ilusión. Pero no. Pedro sabe y hace su confesión. “Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios”.

Este es Pedro, la Piedra elegida, la Piedra que confirma a los hermanos porque a pesar de las caídas tiene el carisma concedido por Dios. Todos nosotros tenemos necesidad de Jesús, pero también tenemos necesidad de un hermano mayor que sea firme en su fe. Este domingo es el del amor maduro. Amor purificado de segundas intenciones y despojado de ilusiones mundanas.[6] Amor que olvida el espejo y se concentra en Jesús, amor que acepta el desafío y entra en “la segunda llamada”.[7]


[1] La educación (e-ducere) entraña siempre una conducción que se supone orientada al bien. Donde se abstiene uno de afirmar el bien, la vida degenera en el capricho, o en el absurdo que se manifiesta como caos incoherente. Por otra parte, siempre se da un mensaje: sea de un valor vivido (aunque pretendidamente oculto), sea de una confusión que no invita, no atrae, al crecimiento.

[2] Mc 1,15; Mt 3,2; Lc 3,3; Rm 12,2

[3] “La revelación, según su concepto más nítido, es la palabra del Dios que está por encima del mundo pronunciada dentro del mundo; la manifestación de algo que no puede deducirse del mundo. Precisamente ahí está su carácter salvador (…) La revelación no es nada cómodo. No tiene el significado de manifestar de forma popular pensamientos que pudiesen ser expresados más correcta y exactamente por medio de la filosofía o de la experiencia de la vida. La revelación es, por el contrario, la palabra que respecto del mundo pronuncia en la historia el Dios soberano (…) La palabra de Dios no es la ratificación del pensamiento humano autónomo, sino un juicio sobre él (…) Nada resulta más fácil que cuestionar la palabra de la revelación desde cualesquiera posiciones de la correspondiente conciencia histórica”; R. Guardini, Ética, B.A.C., Madrid 2000, pp. 248, 872.

[4] Rm 12,2

[5] “Conozco tus obras: no eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Por eso, porque eres tibio, te vomitaré de mi boca” (Ap 3,15).

[6] “Perder las ilusiones trae consigo muchos sufrimientos y llantos, porque todos vivimos más o menos de ilusiones que protegen nuestra vulnerabilidad. Cuando se esfuman nos encontramos ante un vacío terrible, que es casi como una muerte (…) Este proceso, a menudo doloroso, puede ser bastante largo, pero cuando finaliza, renacemos en la verdad. Y la verdad siempre nos libera”; J. Vanier, La comunidad 149-150.

[7] “La segunda llamada llega más tarde, cuando aceptamos que no podemos hacer cosas grandes y heroicas por Jesús. Es tiempo de renuncia, de humillación y de humildad. Nos sentimos inútiles, no somos reconocidos. Si el primer paso se hizo a pleno día, bajo un sol radiante, el segundo se dará a menudo de noche, con la impresión de estar solo, confuso y con miedo. Comenzamos a dudar del compromiso que hicimos a plena luz. Tenemos la impresión de estar rotos en muchos sentidos. Pero este sufrimiento no es inútil. A través de la renuncia podemos llegar a una nueva sabiduría de amor. Sólo el sufrimiento de la cruz puede hacernos descubrir el sentido de la resurrección”; J. Vanier, La comunidad 152-153.

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