domingo, 2 de agosto de 2009

Jn 6, 24-35

Tras el milagro de la multiplicación de los panes, las lecturas de este domingo revelan la necesidad de profundizar lo que nos toca vivir. Un poco por vértigo, y más por superficialidad, la vida puede pasársenos sin que nos demos cuenta. No basta presenciar, sino que hay que entender. Y eso llega dedicando ratos de silencio, cultivando una actitud contemplativa, leyendo la historia desde la fe. 

La primera lectura vuelve a ponernos en clima. El libro del Éxodo es la síntesis de nuestra fe: esclavitud y liberación; alianza y pecado; desierto, pruebas y tierra prometida. En este pasaje se nos dice que los israelitas “comenzaron a protestar”.[1] La queja, que es distinta de la lamentación,[2] es siempre señal del mal espíritu. Porque trasluce inconformismo y rebelión, y hace amarga a la gente. 

“Ojalá el Señor nos hubiera hecho morir en Egipto, cuando nos sentábamos delante de las ollas de carne y comíamos pan hasta saciarnos. Nos han traído a este desierto para matar de hambre a toda esta asamblea”.[3] Todas las comparaciones son odiosas, pero ésta, además, peca de injusticia. Mala memoria la de Israel... que rápido olvidó lo mal que la había pasado, las humillaciones a las que fue sometido, el trato inhumano y los pesados trabajos. También nosotros acostumbramos elegir la seguridad de esclavos, a la incertidumbre del hombre libre; las muchas cebollas de Egipto, al frugal maná del desierto.[4] ¿O acaso vamos a decir que no nos asusta la santidad? 

Pero Dios escucha y responde. Ante la amenaza de hambre y muerte, hace caer “pan del cielo”. Misterioso alimento que no pide más esfuerzo que ser levantado del suelo; como nosotros en la misa, que no tenemos más que acercarnos al altar. El maná dura lo que el día y ya no sirve para mañana. Es alimento de peregrino; pan que enseña a vivir el presente, a no evadirnos de la realidad, a gustar la única dependencia que libera: la de Dios. “Danos hoy nuestro pan de cada día”.        

Sobre este trasfondo, comienza el llamado “discurso de pan de Vida” de Jesús. Luego de la multiplicación, el magnetismo de la persona de Jesús va en aumento. Cada vez que la multitud le pierde el rastro, se empeña en volverlo a encontrar. Pero Jesús no es un demagogo. Él, que es “la” Verdad, sabe por qué están ahí. “Les aseguro que ustedes me buscan no porque vieron signos, sino porque han comido pan hasta saciarse”.[5] El reproche, aunque duro, es un favor. Abre los ojos y nos lleva al terreno de las motivaciones. ¿Por qué estamos acá? ¿Qué espero de Jesús? Preguntas que hay que hacerse, y que hay que tratar de responder sin frases hechas.[6] La conducta exterior no alcanza por sí sola, eso también pueden los fariseos. Dios sondea las entrañas; quiere “misericordia, no sacrificios”.[7] Purificar intenciones es tarea permanente y necesaria para una piedad sincera. 

En el fondo, Jesús alerta sobre la incapacidad para ver el signo. No fueron más allá de la multiplicación. Hay una vieja expresión latina,[8] todavía muy vigente, que describe bien lo precario que puede ser el hombre cuando se “animaliza” y olvida su dignidad. “Pan y circo”. A veces criticamos la chatura de ciertas propuestas, pero íntimamente, tenemos que admitir que nuestras propias expectativas suelen ser muy básicas. La nuestra, es una cultura de lo inmediato. 

“Trabajen, no por el alimento perecedero, sino por el que permanece hasta la Vida eterna”.[9] Cuánto esfuerzo y cuánto tiempo al servicio de la vanidad, de la gloria del mundo, de lo que san Pablo llama “pensamiento frívolo”.[10]  Y qué frustración el ver cómo todo eso se escurre. Hoy manda la imagen: el físico, el currículum, la aceptación social, la pilcha… Nada de eso “permanece” en el sentido fuerte de la palabra. Trabajemos en cambio en los planteos de fondo: atendiendo nuestra sed de trascendencia, respondiendo a la vocación de hijos de Dios. “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida?”.[11] 

Jesús nos habla de un pan que permanece; distinto del maná, que también se echaba a perder. ¿Cómo conseguirlo? Este pan de vida eterna, dice Jesús, lo da el Hijo del Hombre. Hay que dejarse regalar, es pan que “desciende del cielo” y que ninguna obra humana logra conquistar. La santidad no se fabrica ni se arrebata, se mendiga. Los discípulos siguen sin entender. “¿Qué debemos hacer para realizar las obras de Dios?”. Todavía, probablemente con buena intención, están enfrascados en sus cálculos humanos, en sus deseos de lucirse, de “hacer” y “cumplir”… la trampa de la auto-redención. Ese ensimismamiento explica la miopía ante el signo de los panes, y la pregunta torpe: “¿Qué signos haces para que creamos en ti?”. Como si no hubieran comido hasta saciarse.[12]   

Son acentos, y Jesús los capta. Por eso, más que hablar de las obras de los hombres prefiere hablar de la única obra de Dios: “que crean en el enviado”. La fe es lo primero, y es don de Dios. Podremos colaborar, pero es una gracia, un favor inmerecido, un milagro.[13] La obra de Dios, su proyecto, es que el hombre se abra a la Vida verdadera, al Pan verdadero. En esto consiste la fe. Por eso dice san Ireneo: “la gloria [obra] de Dios es el hombre que vive [cree]”. 

Los discípulos parecen entender. Ahora despierta su sed de trascendencia y reconocen que no está a su alcance dar una respuesta. “Señor, danos siempre de ese pan”. La súplica llega como un dardo de alegría al corazón de Dios. Justamente para eso está ahí. Lo que ellos todavía no saben es que lo tienen delante. “Yo soy el pan de Vida. El que viene a mí jamás tendrá hambre; el crea en mí jamás tendrás sed”. 

Cuenta un mito griego, que el rey Tántalo desespera de hambre y de sed rodeado de agua y frutas.[14] Es una imagen triste de la insatisfacción, de anhelos sin futuro. El evangelio revela en esto porqué es buena noticia. Jesús viene a colmar los deseos más hondos. Pero que no nos pase como a Tántalo; que no se nos vaya la vida ignorando a Jesús, desperdiciando a Cristo, desnutridos de sentido, muriendo de hambre con el Pan Vivo entre las manos.                                                                                                 



[1] Ex 16,2

[2] La lamentación -género bíblico- no pierde el horizonte de fe, sino que es una expresión sincera y sentida de la situación que al creyente le toca vivir. Es más un desahogo que una protesta.

[3] Ex 16,3

[4] Este pasaje es muy iluminador para entender toda lucha espiritual, todo camino serio en la virtud, como bien lo vemos en el conocido “síndrome de abstinencia” de tantas adicciones.

[5] Jn 6,26

[6] En parte, es la cuestión del libro de Job, puesta en boca de Satán: “Extiende tu mano, y tócalo en lo que posee: ¡seguro que te maldecirá en la cara!” (Jb 1,11; 2,5).

[7] Mt 9,13

[8] Del poeta romano Juvenal (siglo I): “Panem et circenses”; Sátira X (81).

[9] Jn 6,27

[10] Ef 4,17

[11] Mc 8,36

[12] Acá hay un paralelo con la actitud de Israel en el desierto: habiendo escapado milagrosamente a través del Mar Rojo, no acaban de confiar en Dios, no se abandonan porque no lo conocen; falta inteligencia en el sentido de intus-legere (“leer dentro” del signo).

[13] De las “últimas conversaciones” de s. Teresita: “Me siento muy contenta de irme pronto al cielo. Pero cuando pienso en aquellas palabras del Señor: “Traigo conmigo mi salario para pagar a cada uno según sus obras (Ap 22,12), me digo a mí misma que en mi caso Dios va a verse en un gran apuro: ¡Yo no tengo obras! Así que no podrá pagarme “según mis obras”… Pues bien me pagará “según las suyas…”; 15 - V - 1897.

[14] Borges lo pinta en estos versos: “De hambre y de sed (narra una historia griega)/ muere un rey entre fuentes y jardines”; Poema de los dones.


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