domingo, 9 de agosto de 2009

Jn 6, 41-51

La liturgia de este domingo nos invita a seguir profundizando en el “Discurso del Pan de Vida” de Jesús. Paralelamente, y no por casualidad, la primera lectura vuelve a presentar una imagen bíblica central: la imagen del camino. 

Esta vez, no se trata del pueblo de Israel sino del profeta Elías, que –claro está- resume en su persona el destino de toda la nación. Elías, en cuanto profeta, es el ungido del Señor. A él se le encarga anunciar la Palabra de Dios. Profetiza sin miramientos; con audacia, realiza prodigios que alimentarán por siglos la esperanza de Israel; desenmascara la apostasía de su rey, y no duda en enfrentar a la multitud de falsos profetas. Elías es de esos que se abrazan a la promesa de Yahvé hasta poner en juego su vida.

 Sin embargo, tras una victoria rotunda llega la prueba mayor. Amenazado por la perversa Jezabel, “tuvo miedo y partió en seguida para salvar su vida”. Qué cambio de ánimo. Antes la firmeza y el valor, ahora la huída envuelta en el silencio. Elías se dirige a la frontera del reino (Berseba), signo de un progresivo aislamiento. Una vez llegado al confín, decide internarse en el desierto. Elías es ahora más que nunca Israel: solo con su Dios en la aridez del descampado. 

“Al final se sentó bajo una retama. Entonces se deseó la muerte y exclamó: ¡Basta ya, Señor! ¡Quítame la vida, porque yo no valgo más que mis padres!”. El otrora campeón de la fe parece sucumbir. Y no a manos de crueles adversarios sino por debilidad interior. Alejado de todo, cae deprimido y piensa lo peor. El contraste nos hace pensar en lo que solemos llamar “crisis” de vida. Ahora se ve claro. Elías no huía tanto de Jezabel como de sí mismo y su misión. La imagen de Elías abatido e inconsciente pinta la desesperanza de muchos, cierto cansancio vital, el hastío de la frivolidad. Pero ésta también puede ser la imagen del hombre de fe que en su lucha espiritual siente la tentación de abandonar. 

Ahogado en su dilema, Elías recibe la visita inesperada de lo alto. Un ángel que lo despierta, lo sirve, y lo alienta: “Levántate y come, porque todavía te queda mucho por caminar”. Dios-con-nosotros una vez más. El pan que llega del cielo. Hay momentos en la vida en que sólo nos salva el don de Dios. Gracias Dios por esos hermanos que como ángeles se acercan y nos animan a seguir. 

La experiencia reconforta por encima de lo biológico. Porque más allá del alimento, Elías es confirmado en su misión y siente la fuerza del mandato divino que todavía confía en él. “Se levantó”, es decir, resucitó. Entonces sí, caminó largamente hasta la montaña de Dios. 

En este contexto, el Evangelio nos vuelve a poner de cara a Jesús y su insólita pretensión: “Yo soy el pan bajado del cielo”. La murmuración y el escándalo dan el presente. Pasan los siglos y los hombres seguimos desconfiando. Pensamos que en realidad sabemos cómo son las cosas. Sin embargo, deberíamos tomar más en serio las palabras de Jesús: “No murmuren entre ustedes”. Eso mismo. Si somos discípulos corresponde menos queja y más oración. Desterremos la lastimosa auto-compasión y demos lugar a la acción del Todopoderoso. 

Los discípulos no captaron el signo de la multiplicación. Sencillamente, se les escapó. “Por más que oigan, no comprenderán; por más que vean, no conocerán. Porque el corazón de este pueblo se ha endurecido, tienen tapados sus oídos y han cerrado sus ojos” (Mt 12,14b.15a). Por eso ante la ceguera Jesús insiste en la necesidad de la fe: “El que cree tiene Vida eterna”. 

La fe como acceso al misterio y como adhesión de toda la persona a Dios. Esa fe que tiene ojos (fides oculata) y que desentraña los signos. Una fe despierta que nos enseña el sentido profundo de lo que nos toca vivir. La fe nunca es para los cristianos algo estático sino un dinamismo: un peregrinaje. Antiguamente a los cristianos se los llamaba “los del Camino”. En efecto, Cristo es Camino y nosotros intentamos recorrerlo -por Él, con Él, y en Él- para llegar al Padre. Pero saltar a los brazos de Dios siempre nos ha costado. ¿Cómo creer? 

Jesús no quiere esfuerzos titánicos -digámoslo una vez más-, Jesús pide amor confiado. Y del resto se hace cargo él. “Nadie viene a mí, si no lo atrae el Padre que me envió”. La fe es la obra de Dios, es dejarse atraer, sentir su influencia que nos llama. “Yo los atraía con lazos humanos, con ataduras de amor”.[1] Nuestra oración suele fracasar porque evitamos ponernos bajo la órbita de esa atracción; que es la fuerza misma de la cruz glorificada. “Cuando yo sea levantado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí”.[2] Es preciso dejarse mirar, sin pretender hacer o decir. Así le gustaba rezar a santa Teresita, que decía: “Esta simple palabra, ‘Atráeme’, basta”.[3] 

“El que cree tiene vida eterna”. ¿Qué es la vida “eterna”? ¿Es el más allá? En esto conviene ser claros y entender la densidad de la propuesta cristiana. Vida eterna es el más allá y también el más acá. Jesús usa el tiempo presente: el que cree “tiene” vida eterna. En Jesús, la vida eterna es cotidiana, como el padrenuestro. O sea que “eterna” es mucho más que duradera. Vida eterna significa vida de Dios. Es un salto de grado por el que participamos de un amor sobrehumano (y divino propiamente hablando). 

            Dice el prólogo del evangelio: “A todos los que recibieron la Palabra, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegara  ser hijos de Dios”.[4] Esta es nuestra fe y esto es lo que acontece en cada bautismo. Vida eterna es ser capaz de amar a los enemigos y de rezar por los que te persiguen, de perdonar setenta veces siete y de ser mansos ante los insultos, de lavar los pies a los demás y de hacerse esclavos en el servicio, de vestir al desnudo y de visitar al preso, de tener pasión por el bien y horror al mal, de dar sin mirar a quién y de ser alegres en la esperanza... En fin, creer en Jesús, tener vida eterna, es renovarse interiormente y configurarse con el resucitado, es imitar a Dios y no entristecer al Santo Espíritu. En una palabra, es ser feliz[5] diciendo con san Pablo: “Ya no vivo yo, es Cristo que vive en mí”.[6]


[1] Os 11,4

[2] Jn 12,32

[3] Historia de un alma, Ms C XI 34r: comentando “Atráeme, y correremos tras el olor de tus perfumes” (Ct 1,3).

[4] Jn 1,13

[5] S. Agustín, Conf. X, 20, 29: “Porque al buscarte, Dios mío, busco la felicidad”.

[6] Ga 2,20

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