domingo, 16 de agosto de 2009

Jn 6, 51-59

Domingo XX -B: Prov 9,1-6; Sal 33; Ef 5,15-20; Jn 6, 51-59

En la antigüedad, la sabiduría ocupaba un lugar muy especial. Constituía el ideal del hombre virtuoso, y era la medida con que se juzgaba a las personas. Si bien se la perseguía en el terreno de los hechos, también era objeto de la literatura: sea con proverbios que la describían, sea con poemas que la exaltaban.

La primera lectura nos brinda un buen ejemplo de esto último en cuanto que la sabiduría aparece personificada. Esta atribución de caracteres humanos, y casi divinos, expresa muy bien la consideración que les merecía. Aquí la protagonista es una “Señora Sabiduría”. ¿Qué se dice de ella? Que edificó una casa muy noble, y lo suficientemente espaciosa para albergar a sus amigos; que hizo preparativos y dispuso la mesa; que mandó llamar a los que necesitaran probar de su comida. ¿Invita acaso a la gente ilustre? Al contrario, son precisamente los inexpertos y los insensatos los que reciben la noticia.

La invitación cordial es para los lejanos, para los que más necesitan de sus manjares. El inexperto, en términos bíblicos, es el necio o “cabeza dura”. Como se ve, el concepto no se limita al joven, al que ha tenido poco rodaje, sino que alcanza también, y sobre todo, al que se ha cerrado a las enseñanzas de los años.

Esta actitud de necedad es precisamente la que, culminando el discurso del Pan de Vida, despunta en los interlocutores de Jesús. Estos hombres no logran entender lo que han presenciado. Han experimentado un signo, una multiplicación milagrosa, y sin embargo caen reiteradamente en el escándalo y la murmuración. Ante su obstinación, ante sus interminables discusiones, Jesús asume el papel de la Sabiduría divina que, incansable e indulgente, ofrece su comida a los hambrientos. Cabe acá un examen de conciencia para todos los católicos que por gracia de Dios hemos tenido ejemplos y formación. ¿En qué han terminado todas esas bendiciones? Esa “experiencia” de gracia, en sus múltiples variantes, ¿ha dado frutos de santidad? A los ojos de Dios, ¿nos hemos vuelto más sabios o más necios?

Jesús dice: “Yo soy el pan vivo”. Vivo porque viviente y vivificante. Y como todo lo vivo, misterioso y profundo en su vitalidad. “Yo soy el pan”. El pan no es una pieza de museo. Está ahí para ser comido, triturado, devorado, consumido. Al presentarse así, Jesús asume todas las implicancias. Se ofrece sin esconder ni regatear. “¿Y qué diré: Padre, líbrame de esta hora? Si para eso he llegado a esta hora” (Jn 12,27).

Ese pan es su carne. La carne evoca la humanidad de Cristo y el acontecimiento mismo de la encarnación (Jn 1,14). Jesús nos dice que su vida, la vida de Dios, el santo Espíritu, nos es dado por medio de su carne… “que el hombre no separe lo que Dios ha unido” (Mt 19,6). Pero la carne de la que habla Jesús también nos habla de la eucaristía.

El Maestro conoce la dificultad, y por eso insiste. “Les aseguro que…”. Es una afirmación solemne, una apelación sagrada: “Amén, Amén…”, es decir, “en verdad, en verdad les digo”. La comunión con Jesús pide la máxima concreción, y se presenta como condición indispensable. Pero de manera casi imperceptible se ha dado una traslación. La imagen del pan o maná ha dado paso al símbolo del cordero –igualmente propio del éxodo. Cordero inocente y expiatorio.

La carne y la sangre, en cuanto separadas, implican muerte. La oferta que Jesús hace conlleva un sacrificio. El “yo daré”, es manifestación de una donación activa, consciente y libre; anticipo de la pasión “voluntariamente aceptada”. Comulgar tiene por tanto una doble resonancia. La festiva de la pascua, del banquete de la Sabiduría, y de la mesa escatológica; y la sacrificial de la cruz, del cordero degollado que entrega la vida en rescate por una multitud.

Comulgamos bien en la medida en que aprendemos a ofrecernos mejor… haciendo de eso una fiesta. Cuando Jesús dice que la comunión da la permanencia, está diciendo algo muy fuerte. “Permanece en mí, y yo en él”. Es una inhabitación recíproca, una gracia propia de la trinidad (circumincessio o perijóresis). Permanecer en otro, o sea, expropiado pero no alienado ni enajenado. Porque ese otro es raíz, fuente, origen, arquetipo. Permanecer en el que sostiene la existencia, en el que configura la identidad. Y esa comunión transforma. Comer la carne y beber la sangre nos empapa de Cristo, genera un estilo eucarístico que consiste en “derramar” la vida al servicio de los demás.

Permanecer es (en este caso) reposar; reclinarse sobre el Señor (Jn 13, 23). Implica un gusto que se prolonga en el tiempo. Es mucho más que resistir. Y aunque no exima de las dificultades representa un descanso. Pero, agenda en mano… ¿dónde permanecemos? ¿qué o quiénes se llevan la mayor parte de nuestro tiempo? Más aún, ¿a quién entrego mi corazón? La permanencia es uno de tantos indicadores, pequeños signos que nos ponen al tanto de la autenticidad de nuestra comunión.

En la vida de la Iglesia tenemos el testimonio de permanencias estimulantes. Los mártires no cambian a Cristo por nada, sino que se aferran a la verdad de la cruz. ¿Cómo es que pueden ser tan firmes? San Agustín escribió muy bien sobre los mártires y la eucaristía: “Nadie alimenta a los convidados con su misma persona; pero esto es lo que hace Cristo el Señor: él mismo es a la vez anfitrión, comida y bebida. Los mártires se dieron cuenta de lo que comían y bebían, y por eso quisieron corresponder con un don semejante”[1].

El salmo canta la delicia de Dios: “¡Gusten y vean qué bueno es el Señor!”. La bendición y la alabanza se abren en paso en aquél que hizo la prueba y acertó. Toda vez que comemos o bebemos algo estamos haciendo una apuesta. Porque lo que consumimos se mete dentro nuestro y llega a nuestra intimidad… sea para bien o para mal.

Cuántas veces nos privamos de algo por el olor o la apariencia o el comentario de un amigo. En las cosas de Dios, lo mismo que en la biología, hay que discernir pero también confiar y arriesgar. “Vengan y lo verán” (Jn 1,39). La fe es una apuesta, pero tenemos la palabra de Jesús. “Mi carne es la verdadera comida y mi sangre la verdadera bebida”.

Hoy como ayer seguimos necesitando de Jesús. La carta de San Pablo advierte sobre la necedad (asofía) y el abuso del vino. Son formas de escape todavía vigentes. Vayamos a Cristo, la Sabiduría hecha carne y dispuesta para nosotros. Vayamos al vino verdadero que aleja del libertinaje y lleva a la alegría espiritual. Vayamos a la misa y gustemos la “sobria ebriedad”[2] de la salvación... eucaristicemos la vida “dando gracias (eujaristountes), siempre y por todo, a Dios nuestro Padre, en nombre de nuestro Señor Jesucristo”.[3]


[1] S. Agustín, sermón 329: LT III, 1661.

[2] La expresión es un oxímoron y parece tener su origen en Filón de Alejandría. Cf. H. Lewy, “Sobria ebrietas. Untersuchungen zur Geschichte der antiken Mystik”, citado en: Juan Cruz Cruz, “Sobria ebrietas. Nietzsche y las perplejidades del espíritu”, en www.dspace.unav.es. Comentando este texto Teófilo dice que Dios “como que lo embriaga (al hombre) en su divinidad”; cf. Tomás de Aquino, Catena Aurea V, 179, Cursos de cultura católica 1948.

[3] Ef 5,20

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